viernes, 24 de junio de 2011

La eterna condenación (I): la fábula del Purgatorio

Estas dos entradas tratan sobre algo que podría llamarse, de alguna forma, como la parte “que no gusta de la Biblia”, incluso a muchos cristianos, no digamos ya quienes se acerquen en alguna ocasión, por el motivo que sea, a las Escrituras y no lo sean. Pero es algo absolutamente necesario pues toda la Biblia es la regla de fe y no solo lo que algunos consideren lo “bonito”, como es la salvación y la buena nueva del Evangelio de Jesucristo.

Hay algo que es fundamental tener claro: Dios no “disfruta” enviando a nadie al infierno tras su muerte. Desde luego, pensar esto es una terrible calumnia contra Dios. Puedes tener por cierto que tienes un serio problema con Dios si crees esto.

¿Dios no es amor acaso? Sí, más todavía, es el amor mismo, es un Ser amoroso, bondadoso y misericordioso, pero, sobre todo esto, es un Dios santo y justo. Es la santidad misma. Cualquier mancha, por pequeña que sea, te convierte en incompatible con un Ser que es la santidad misma.

Pero, ¿merece una pequeña “mancha en el expediente” o un “pecadillo de nada” algo tan terrible como la condenación eterna en el infierno? Sí, pues Dios es tan santo, que Él no puede tolerar el pecado, es un Dios cuya ira arde contra el impío y aquellos que lo desobedecen. Dios aborrece profundamente el pecado.

El problema fundamental es ponernos en el mismo plano que Dios y desconocer la naturaleza del pecado. Nosotros somos seres finitos, tenemos un principio y un final en nuestra vida en este mundo y nos regimos por el tiempo, por el antes y el después. Dios es eterno y está fuera de este concepto que es el tiempo. Pecamos de obra o de pensamiento y al poco tiempo nos hemos olvidado de ello. Pero, para Dios, nuestro pecado está permanentemente ante Él. Siendo para Dios eterno nuestro pecado, el castigo que merece es igualmente eterno. Castigo que sigue mereciendo nuestro pecado aún cuando tengamos puesta nuestra fe en el Señor Jesucristo y en Su salvación. La diferencia es que el pago por nuestro pecado lo ha proveído Dios mismo en Cristo, Su Hijo, cuya muerte es tan eterna como nuestro pecado, puesto que Cristo es tan eterno como el Padre. La muerte de Cristo limpia todos los pecados de los creyentes de todos los tiempos.

Y solo los de los creyentes. Esto no es injusto, pues por nuestras propias obras, si de ello dependiera, lo que nos ganaríamos es la condenación eterna. No es injusto que Dios salve a unos y condene a otros, pues todos mereceríamos el infierno, todos somos culpables. Tú eres culpable, yo soy culpable, tus padres son culpables, tu novia o esposa lo es, tu vecino de al lado lo es, etc. Puedes protestar contra Dios, porque creas que te debe algo, pero la boca te la van a cerrar cuando comparezcas ante el Tribunal de Cristo. No es injusto que dé Su gracia a algunos y a otros no, pues es totalmente inmerecida para todos, NO NOS DEBE ABSOLUTAMENTE NADA A NINGUNO. Pero nuestro Dios es tan misericordioso que, sin debernos nada, sin embargo, nos da la vida, imputando el pago por nuestros pecados a Jesucristo Su Hijo.

Ahora bien. Aquellos que nunca han oído el Evangelio, que no conocen a Cristo, ni creen en él, no pueden ser salvos, aunque sean diligentes para ajustar su vida a la luz natural, y a las leyes de la religión que profesen, puesto que nada que hagamos nos justifica ni hay salvación en ningún otro sino solamente en Cristo.

Esta es la verdad pues es la Biblia. Lo que la Biblia no nos dice, en ni una sola de sus páginas, es que exista un lugar tras la muerte en que tengamos que purificar los pecados que no han sido “limpiados” en vida. No hay en la Biblia ningún “Purgatorio” de ningún tipo. La palabra no aparece y la existencia de este lugar la ha deducido la Iglesia Católica Romana, que lo tiene como uno de sus dogmas de fe, de un versículo del segundo libro de Macabeos, libro apócrifo y escritura no inspirada por Dios, y de algunos otros versículos sacados fuera de su contexto.

ALGO MUY CLARO. Ser muy duro con creencias de este tipo no es ser “anti-católico”. Evidentemente, que no hay que ser anti-católico, no hay absolutamente nada contra los fieles católicos, aunque estemos hablando de una iglesia tan hereje. No hay que ser anti-nada, sino pro-verdad. Lo que ocurre es que aquí en España la mayoría de creyentes son católicos y a ellos se les predica. Si estuviéramos rodeados de judíos, se predicaría a los judíos y si fueran musulmanes a los musulmanes. Muchos cristianos predican en tierras musulmanas, aún a riesgo de sus propias vidas, y muchos la pierden, e, incluso, las primeras persecuciones a la Iglesia vinieron de parte de judíos en el siglo I. El mismo apóstol Pablo fue un atroz perseguidor de la Iglesia antes de su conversión.

Hay que ser pro-verdad e intransigente con la mentira. Y una gran mentira son estas doctrinas difundidas durante siglos por la Iglesia Católica y, de hecho, sin estas creencias impuestas como dogma sobre sus fieles, Roma no sería Roma. Lo que hace que esta iglesia sea irreformable, justamente es que a estas alturas no puede desdecirse de esas creencias sobre las que ha basado su poder durante siglos.

Un poder mundano y temporal, nada espiritual. Por eso Roma no puede defender bajo ningún concepto la suficiencia de la muerte de Cristo para la salvación, si ella es la que se quiere encargar de la “administración” de esa salvación. Ya hemos visto que la muerte de Cristo es eterna, por ello, la salvación de los elegidos por Dios también es eterna. A aquellos que Dios ha predestinado para vida desde antes que fuesen puestos los fundamentos del mundo, conforme a su eterno e inmutable propósito y al consejo y beneplácito secreto de su propia voluntad, los ha escogido en Cristo para la gloria eterna. ¿No lo creen?:

Efesios 1: 4, 9, 11: “4 Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; [...] 9 Descubriéndonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito, que se había propuesto en sí mismo, [...] En él digo, en quien asimismo tuvimos suerte, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad”.

Romanos 8:29,30: “29 Porque á los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes á la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos; 30 Y á los que predestinó, á éstos también llamó; y á los que llamó, á éstos también justificó; y á los que justificó, á éstos también glorificó”.

2 Timoteo 1:9: “Que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme á nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”.

1 Tesalonicenses 5:9: “Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salud por nuestro Señor Jesucristo”.

La Iglesia de Roma, impregnada por el semipelagianismo, predica que la salvación se puede hasta perder, y que, como mal menor, pueden quedar pecados que pagar y expiar mediante una “purificación” tras la muerte, en ese lugar llamado “Purgatorio”. Sin embargo, Jesús dijo que “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:39). ¿A quién creemos? ¿Al Señor Jesucristo o al señor de la bata blanca que se hace llamar “Papa de Roma”?

La creencia en el Purgatorio, al igual que la Misa y la Eucaristía, el rezo por los muertos o las indulgencias, esta basada en la idea de que el sacrificio de Cristo no fue único, perfecto y suficiente, pese a lo que dice Hebreos 7:27, sobre el oficio de sacerdote de Jesucristo: “que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo”.

El Purgatorio, según esta doctrina diabólica, sería un lugar de preparación para poder acceder al Cielo, pues la muerte de Cristo no sería suficiente para ser declarados justos, perdonados, redimidos, reconciliados con Dios y santificados. El dogma del Purgatorio limita el sacrificio de Cristo a la expiación del pecado original, o los pecados cometidos antes de la salvación.

¿Diabólica he dicho? Por supuesto, es un ataque a Jesucristo mismo. Es considerar inmundo a Cristo y equivale a despreciar y rechazar Su salvación. A todos los efectos, creer en el Purgatorio es lo mismo que el rechazo a Cristo, pues uno y otro desprecian la suficiencia de Su muerte y tienen por inmunda Su sangre.

Si “no es suficiente” Jesucristo, entonces, necesitamos… a la Iglesia de Roma para que sea la que administre la salvación. Aunque en realidad, y muy tristemente, lo que sea es un camino en línea recta al infierno. Rechazar a Cristo conlleva la muerte eterna y el Purgatorio y la creencia en esta fábula es un rechazo a Él. Pero, como la Iglesia romana lo que busca es poder temporal, su reino SÍ es de este mundo, vende que la salvación es temporal, no eterna en Cristo, un proceso en el tiempo que, bajo la tutela romanista, por supuesto, concluye en el Purgatorio (en realidad, si la Biblia es verdad, y LO ES, concluye en el infierno), previo pago de suculentos óbolos. Por supuestisimo, el no aceptar la doctrina del Purgatorio trae la excomunión automática de la Iglesia Católica Romana (Concilio de Trento – Canon 30: “Si alguien dijera que después de la recepción de la gracia de justificación la culpa remitida y la deuda de la pena eterna es borrada de cada pecador arrepentido, que no queda ninguna deuda temporal a ser descargada en este mundo o en el Purgatorio antes que las puertas del cielo puedan abrirse, sea anatema”).

¿Cuánto tiempo es necesario pasar en el Purgatorio para salvarse? Pues, ¡sorpresa!, porque ni la propia Iglesia de Roma lo sabe, ni el mismísimo Papa, ni siquiera puede definir cuánto tiempo debe pasar allí el difunto por cada pecado, ni cuánto tiempo de sufrimiento en este fabulesco sitio reduce cada ritual o acto de penitencia. Y esta es la iglesia que exige a sus fieles que ponga en sus manos su salvación. Como no se sabe cuánto tiempo de estancia del difunto en el Purgatorio se reduce por cada ritual romano, “por si acaso” lo que hay que hacer es la mayor cantidad posible. Misas y más misas. Más ingresos “extras” para Roma.

¿Es creíble esta doctrina?

Una cosa la podemos tener por cierta: o miente la Iglesia Católica Romana o miente la Biblia, tanto como decir que Dios es “un mentiroso”. Si creemos a la Iglesia romana, llamaremos “embustero” a Dios. No creer a Dios implica la muerte eterna, la condenación. El Purgatorio es la joya de la corona de una teología de la muerte.

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jueves, 23 de junio de 2011

¿Qué es un gobierno cristiano?

Aunque es muy habitual calificar a los países de nuestro entorno europeo como “países cristianos”, esto ni muchísimo menos es así y lo cierto es que, por ejemplo, en el imaginario popular, España suele ser calificada de “país cristiano” solo por que hay un gran fervor por las romerías o por cantar saetas a imágenes de madera en las procesiones, craso error pensar en ello, por supuesto.

En puridad, lo que sería una “nación cristiana” no lo tenemos en ninguna parte del mundo: no hay nada como la Ginebra de los tiempos de Calvino, las colonias bíblicas de la costa Este norteamericana o el Israel bíblico, la república israelita.

Este artículo sobre lo que sería un “gobierno cristiano”, por tanto, es algo teórico. Debería obrar Dios un avivamiento de la fe, aunque, de momento, parezca que esa no es Su voluntad (para España, casi seguro, se puede decir que no), para hablar en la práctica, puesto que, y eso es algo previo, para que el Gobierno, habiendo sido colocado en el poder por el pueblo, reconozca y se sujete voluntariamente a la Autoridad de Dios, es preciso que sea la propia nación la que antes se haya sujetado a esa Autoridad. No se puede esperar que el Gobierno sea piadoso si la propia sociedad no lo es.

El soberano, gobernante o dirigente ha sido instituido por Dios, existe un pacto entre ambos (hoy día, ningún gobernante lo respeta, es más, lo viola constantemente, sigo aclarando). Dios establece los gobiernos y la obligación de los súbditos de estar sujetos a ellos (Romanos 13), así como otorga al individuo el dominio, la propiedad privada sobre las cosas, que se puede obtener a través de la remuneración por el trabajo, la donación o la herencia, así como el señorío sobre los animales (Génesis 1:28), de modo que estos también pueden ser propiedades (los animales domésticos, las cabezas de ganado, etc.).

Pero, junto con esta obligación que Dios impone a los individuos de respetar y estar sujetos a las autoridades civiles, éstas, a su vez, no pueden violar la vida o la propiedad o impedir a sus súbditos la manifestación de su fe, salvo en determinados casos, como la investigación o el castigo de los crímenes o el cobro de tributos, aparte de otros casos. Pensemos en el caso de un asesino condenado a muerte: no se podría decir que le va ser “violado su derecho a la vida” por el gobernante. Idem si embargan a alguien por no pagar los impuestos o si le imponen una multa, no puede decir “es que están violando mi propiedad privada”. Por la prohibición de “violar la vida”, esto no se reduce a no quitar la vida únicamente, sino a una “inmunidad de la persona”, por supuesto.

Aquí, los conocidos como “derechos sociales” se salen de esta idea de lo que el Gobierno debe procurar a los súbditos, pues dependen de que el gobernante tome la propiedad de otro y te la entregue a ti. Un “estado del bienestar” no sería cristiano, pues las necesidades de otros deben cubrirse bíblicamente, pero, como una vez más tengo que reiterar, lo cierto es que hoy día ni vivimos en una sociedad cristiana ni que ejercite la piedad con aquellos que sufran alguna desventura sin su culpa y tengan necesidades, con lo que, a falta de fe y virtud, es normal, y nos queda para rato, que el Estado se dedique a invadir y suplantar esto.

Algo que siempre he defendido es un Estado y un Gobierno aconfesional en aquellos países con múltiples credos entre sus poblaciones. Aquí de lo que hablo es de un país cuyos habitantes hayan aceptado la Ley de Dios y elijan un Gobierno, que a su vez, igualmente se someta a la misma. Seguramente, siempre existiría un remanente de gente con otras creencias y sería un hecho a tener en cuenta. En la Biblia se habla de no “inquietar” al extranjero que more dentro de las fronteras de la nación israelita, algo que tendríamos que contextualizar en el Antiguo Testamento, no, exactamente, como alguien de otra nacionalidad sino ajeno a la fe, pues, en aquellos tiempos, los extranjeros a Israel por lo que se caracterizaban, justamente, era por estar fuera de ese pacto con Dios.

Para bien o para mal, acepten o no este pacto (y rendirán cuentas en esta vida o en la siguiente, caso de que no lo respeten), Dios, como Supremo Señor y Rey de todo el mundo, ha instituido a los magistrados civiles para estar sujetos a Él, gobernando al pueblo para la gloria de Dios y el bien público, y con este fin les ha armado con el poder de la espada, para la defensa y aliento de los que son buenos, para el castigo de los malhechores. No hay autoridad sino de parte de Dios y por Él ha sido establecida (Romanos 13:1-4, lo conocemos de sobra, 1 Pedro 2:13-14: “Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” o Proverbios 8:15-16: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia. Por mí dominan los príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra”). Todos los cristianos pueden aceptar y desempeñar el cargo de magistrado cuando sean llamados o elegidos para ello, con la obligación de mantener la piedad, la justicia y la paz y de gobernar conforme a las leyes de Dios (Salmos 2:10-12: “Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid amonestación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían” o 2 Samuel 23:3 “El Dios de Israel ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios”). Más aún, en una nación cristiana, un país cuyos habitantes hayan aceptado la voluntad de Dios, es más lícito para un cristiano que para cualquier otro desempeñar un cargo como gobernante, puesto que no hay que olvidar que la primera y mayor obligación de todo hombre es aceptar esta voluntad (y la mayor transgresión es la del primer Mandamiento), a fin de que estar capacitado para obrar en todo para la gloria de Dios y lo que al bien de los demás conviene.

El gobierno civil, por tanto, es una institución divina, de donde deriva nuestro deber de obediencia, pues es algo que debemos a Dios mismo. Dios es el Creador y Poseedor de todos los hombres (es quien mantiene nuestro hálito vital, como se dice en el libro de Job) y los ha creado con responsabilidad moral e inteligencia y con una conciencia de que Él es el Señor, como un ser social, organizado en familias, comunidades y naciones que requieren un gobierno civil. Por supuesto, Dios no prescribe a los hombres una forma concreta de gobierno, sino que deja a cada nación la libertad de ordenarse a sí misma y escoger la forma de gobierno que mejor les convenga, de acuerdo con sus circunstancias históricas, culturales, etc.

Ahora bien, este gobierno, del tipo que sea, así como es acreedor de la obediencia de sus súbditos, a su vez es deudor de la misma hacia Jesucristo, como Rey de reyes y Señor de señores y como Mediador entre los hombres y el Padre (Mateo 28:18: “Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”, Filipenses 2:9-11: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”, Efesios 1:17-21: “para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero”).

Jesucristo, como Creador del universo y Supremo Gobernador del mundo es, a su vez, Gobernador de todas las naciones y a Su voluntad deben conformarse todas las leyes y a Él deben reconocer y servir todos los gobernantes de la tierra (ni que decir tiene que hoy ninguno hace esto, como he venido diciendo).

Evidentemente, la Iglesia debe estar separada del Gobierno, y eso es algo en lo que entraré enseguida, no debe ser el gobernante quien dirija el culto a Dios. Servir a Dios, su obligación, como la de cada individuo, cada familia o cada comunidad, es algo muy distinto. La gloria de Dios es el fin principal de un gobierno cristiano y ello debe hacerlo procurando el bien de la sociedad, la educación, la moral, la prosperidad económica, proteger de la vida y la propiedad de sus súbditos, conservar el orden, dictar leyes piadosas en todas las cuestiones sobre las cuales la Biblia indica cuál es la voluntad de Dios, como el día de reposo, juramentos, matrimonio, divorcio, pena de muerte, etc.

Un gobierno cristiano puede y, es más, debe ir a la guerra cuando haya un motivo lícito, como es proteger la vida de sus súbditos. Para que la guerra sea justa debe haber un enemigo que intente causar un grave mal a la nación y que la guerra sea la única forma de combatirlo. En el Antiguo Testamento, no era raro que Dios ordenara a los israelitas ir a la guerra contra otras naciones (1 Samuel 15:3 o Josué 4:13). Si leemos Éxodo 17:16: “y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación”. A veces, la guerra es una mal necesario y los cristianos no deben desear la guerra, pero tampoco deben oponerse al gobierno que Dios colocó en autoridad sobre ellos, como he venido diciendo. La guerra es una realidad pues este mundo está dominado por el pecado y la guerra es la consecuencia más cruenta y violenta de estos pecados. Romanos 3: 10-11 dice que: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios”. Si tuviéramos la capacidad de obedecer a Dios por nosotros mismos, no existirían las guerras. Como no existirían los asesinatos u otros crímenes o pecados. La ley de Dios es santa y buena, pero estamos incapacitados para cumplirla por nosotros mismos, de ahí que el caminar por este mundo esté rodeado de circunstancias como pueda ser tener que ir en alguna ocasión a la guerra. Eclesiastés 3:8 nos dice que durante esta vida hay “tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz”. En una nación cristiana, sus ciudadanos, en tiempo de guerra, lo más importante que deben hacer es orar a Dios porque conduzca y provea de sabiduría a sus gobernantes, por la seguridad de sus tropas y por el fin rápido de la contienda con el menor número de muertes posible.

Bien, ¿cuál NO es la función de un gobierno cristiano?

La predicación y la administración de los sacramentos o el arrogarse el poder sobre las llaves del Reino de los Cielos. Veamos qué nos dice la Biblia sobre esto:

II Crónicas 26:18: “Y se pusieron contra el rey Uzías, y le dijeron: No te corresponde a ti, oh Uzías, el quemar incienso a Jehová, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que son consagrados para quemarlo. Sal del santuario, porque has prevaricado, y no te será para gloria delante de Jehová Dios”.

2 Corintios 26:18: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel”.

Juan 18:36: “Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”.

Lo cual no quiere decir que los gobernantes cristianos no deban proteger a la Iglesia de Jesucristo, sin dar preferencia a ninguna denominación, procurando que sus miembros gocen de plena libertad. Deben garantizar la libertad de cada uno para dar culto y servir a Dios (Isaías 49:23: “Reyes serán tus ayos, y sus reinas tus nodrizas; con el rostro inclinado a tierra te adorarán, y lamerán el polvo de tus pies; y conocerás que yo soy Jehová, que no se avergonzarán los que esperan en mí”). Jesucristo ha designado un gobierno regular y una disciplina para Su Iglesia, con lo que ninguna ley debe interferir con ella, estorbar o limitar los ejercicios debidos entre los miembros voluntarios de alguna denominación de cristianos conforme a su propia confesión y creencia (Salmos 105:15: “No toquéis, dijo, a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas” ).

Cada uno de los ciudadanos súbditos de un gobierno cristiano tiene un derecho ilimitado a adorar a Dios según dicte su conciencia, aunque debe obedecer a las autoridades civiles o eclesiásticas, cada una en su ámbito, sin que ninguna pueda entrometerse en las funciones y competencias de la otra (los ministros eclesiásticos no pueden imponer ninguna pena civil, aunque mantengan la disciplina dentro de sus congregaciones).

Por todo lo dicho, ni que decir tiene que la rebelión sería un pecado grave pues es una desobediencia a Dios mismo, que es quien ha delegado en el gobierno civil, aunque éste también tenga las obligaciones que se han dicho para con Dios. En estos casos, el fin de un cristiano es procurar el cambio de gobierno de una forma pacífica y la fuerza solo es justificable cuando éste se halla hecho manifiestamente corrupto y desobediente a la voluntad de Dios, oprimiendo a sus ciudadanos.

Si los gobernantes mandan algo contrario a lo que expresamente y con precisión Dios ha prescrito en Su palabra es el único caso en no debemos hacer ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande, puesto que a quien estaremos obedeciendo es a Dios, quien tiene bajo Su potestad al soberano.

La Biblia nos da ejemplos como la condena al pueblo de Israel por obedecer las impías leyes de su rey, en Oseas 5:11, cuando Jeroboam mandó hacer becerros de oro, dejando el templo de Dios, y todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron a la idolatría más infame y repugnante a los ojos de Dios (1 Reyes 12:30). El profeta Oseas les reprochó severamente el pecado cometido al haber obedecido al rey. La potestad terrenal del gobernante está sometida en todo momento al superior Poder de Dios.

Recordemos lo que dice el apóstol Pablo en 1 Corintios 7:23: “Comprados fuisteis por precio; no os hagáis esclavos de los hombres”. Hemos sido comprados por Jesucristo para nuestra redención a tan alto precio que no podemos hacernos esclavos ni sujetarnos a los malos deseos de los hombres. Debemos respeto y obediencia a nuestros padres, superiores jerárquicos o gobernantes, pero no somos siervos de ellos, sino de Cristo (Gálatas 1:10).

Por supuesto, cualquier intento de reproducir en la tierra lo que es la voluntad de Dios no será más que una mera sombra de ésta. Por nuestra propia naturaleza corruptible, todas las cosas las hacemos como Dios nos da a entender y en ningún momento Él es responsable de los errores que cometamos llevándolas a cabo, por equivocación involuntaria o vicio, con lo que mantener o no un gobierno cristiano, un gobierno que ejecute la voluntad de Dios, es responsabilidad exclusiva de los ciudadanos de la nación.

La salvación no la ganamos por nuestras obras o por guardar la ley, pues la salvación es don de Dios y es dada por Su gracia. Pero la Ley de Dios, resumida en los Diez Mandamientos, produce beneficiosos frutos para las naciones que la obedecen (y nefastos para las que la violan constantemente). Sin embargo, solo mediante la expiación de Jesucristo y el Espíritu Santo morando y operando en nosotros podemos hacer la voluntad de Dios y caminar en Su verdad, aun cuando sea de una forma todavía con imperfecciones y con la posibilidad de sufrir caídas. La Ley no nos justifica, solo la gracia de Dios, pero sí nos santifica.

Igual que ocurre con los individuos, ocurre con las naciones y con quienes las gobiernan. Solo la voluntad de Dios de justificar a una nación y a sus gobernantes puede operar en ellos esta manera de proceder, es la única forma de que nazca una nación cristiana con un gobierno cristiano. No existe imposición alguna pues es la salvación de Jesucristo la que mueve a los ciudadanos a darse a ellos mismos esta forma de gobierno.

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