viernes, 24 de junio de 2011

La eterna condenación (I): la fábula del Purgatorio

Estas dos entradas tratan sobre algo que podría llamarse, de alguna forma, como la parte “que no gusta de la Biblia”, incluso a muchos cristianos, no digamos ya quienes se acerquen en alguna ocasión, por el motivo que sea, a las Escrituras y no lo sean. Pero es algo absolutamente necesario pues toda la Biblia es la regla de fe y no solo lo que algunos consideren lo “bonito”, como es la salvación y la buena nueva del Evangelio de Jesucristo.

Hay algo que es fundamental tener claro: Dios no “disfruta” enviando a nadie al infierno tras su muerte. Desde luego, pensar esto es una terrible calumnia contra Dios. Puedes tener por cierto que tienes un serio problema con Dios si crees esto.

¿Dios no es amor acaso? Sí, más todavía, es el amor mismo, es un Ser amoroso, bondadoso y misericordioso, pero, sobre todo esto, es un Dios santo y justo. Es la santidad misma. Cualquier mancha, por pequeña que sea, te convierte en incompatible con un Ser que es la santidad misma.

Pero, ¿merece una pequeña “mancha en el expediente” o un “pecadillo de nada” algo tan terrible como la condenación eterna en el infierno? Sí, pues Dios es tan santo, que Él no puede tolerar el pecado, es un Dios cuya ira arde contra el impío y aquellos que lo desobedecen. Dios aborrece profundamente el pecado.

El problema fundamental es ponernos en el mismo plano que Dios y desconocer la naturaleza del pecado. Nosotros somos seres finitos, tenemos un principio y un final en nuestra vida en este mundo y nos regimos por el tiempo, por el antes y el después. Dios es eterno y está fuera de este concepto que es el tiempo. Pecamos de obra o de pensamiento y al poco tiempo nos hemos olvidado de ello. Pero, para Dios, nuestro pecado está permanentemente ante Él. Siendo para Dios eterno nuestro pecado, el castigo que merece es igualmente eterno. Castigo que sigue mereciendo nuestro pecado aún cuando tengamos puesta nuestra fe en el Señor Jesucristo y en Su salvación. La diferencia es que el pago por nuestro pecado lo ha proveído Dios mismo en Cristo, Su Hijo, cuya muerte es tan eterna como nuestro pecado, puesto que Cristo es tan eterno como el Padre. La muerte de Cristo limpia todos los pecados de los creyentes de todos los tiempos.

Y solo los de los creyentes. Esto no es injusto, pues por nuestras propias obras, si de ello dependiera, lo que nos ganaríamos es la condenación eterna. No es injusto que Dios salve a unos y condene a otros, pues todos mereceríamos el infierno, todos somos culpables. Tú eres culpable, yo soy culpable, tus padres son culpables, tu novia o esposa lo es, tu vecino de al lado lo es, etc. Puedes protestar contra Dios, porque creas que te debe algo, pero la boca te la van a cerrar cuando comparezcas ante el Tribunal de Cristo. No es injusto que dé Su gracia a algunos y a otros no, pues es totalmente inmerecida para todos, NO NOS DEBE ABSOLUTAMENTE NADA A NINGUNO. Pero nuestro Dios es tan misericordioso que, sin debernos nada, sin embargo, nos da la vida, imputando el pago por nuestros pecados a Jesucristo Su Hijo.

Ahora bien. Aquellos que nunca han oído el Evangelio, que no conocen a Cristo, ni creen en él, no pueden ser salvos, aunque sean diligentes para ajustar su vida a la luz natural, y a las leyes de la religión que profesen, puesto que nada que hagamos nos justifica ni hay salvación en ningún otro sino solamente en Cristo.

Esta es la verdad pues es la Biblia. Lo que la Biblia no nos dice, en ni una sola de sus páginas, es que exista un lugar tras la muerte en que tengamos que purificar los pecados que no han sido “limpiados” en vida. No hay en la Biblia ningún “Purgatorio” de ningún tipo. La palabra no aparece y la existencia de este lugar la ha deducido la Iglesia Católica Romana, que lo tiene como uno de sus dogmas de fe, de un versículo del segundo libro de Macabeos, libro apócrifo y escritura no inspirada por Dios, y de algunos otros versículos sacados fuera de su contexto.

ALGO MUY CLARO. Ser muy duro con creencias de este tipo no es ser “anti-católico”. Evidentemente, que no hay que ser anti-católico, no hay absolutamente nada contra los fieles católicos, aunque estemos hablando de una iglesia tan hereje. No hay que ser anti-nada, sino pro-verdad. Lo que ocurre es que aquí en España la mayoría de creyentes son católicos y a ellos se les predica. Si estuviéramos rodeados de judíos, se predicaría a los judíos y si fueran musulmanes a los musulmanes. Muchos cristianos predican en tierras musulmanas, aún a riesgo de sus propias vidas, y muchos la pierden, e, incluso, las primeras persecuciones a la Iglesia vinieron de parte de judíos en el siglo I. El mismo apóstol Pablo fue un atroz perseguidor de la Iglesia antes de su conversión.

Hay que ser pro-verdad e intransigente con la mentira. Y una gran mentira son estas doctrinas difundidas durante siglos por la Iglesia Católica y, de hecho, sin estas creencias impuestas como dogma sobre sus fieles, Roma no sería Roma. Lo que hace que esta iglesia sea irreformable, justamente es que a estas alturas no puede desdecirse de esas creencias sobre las que ha basado su poder durante siglos.

Un poder mundano y temporal, nada espiritual. Por eso Roma no puede defender bajo ningún concepto la suficiencia de la muerte de Cristo para la salvación, si ella es la que se quiere encargar de la “administración” de esa salvación. Ya hemos visto que la muerte de Cristo es eterna, por ello, la salvación de los elegidos por Dios también es eterna. A aquellos que Dios ha predestinado para vida desde antes que fuesen puestos los fundamentos del mundo, conforme a su eterno e inmutable propósito y al consejo y beneplácito secreto de su propia voluntad, los ha escogido en Cristo para la gloria eterna. ¿No lo creen?:

Efesios 1: 4, 9, 11: “4 Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; [...] 9 Descubriéndonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito, que se había propuesto en sí mismo, [...] En él digo, en quien asimismo tuvimos suerte, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el consejo de su voluntad”.

Romanos 8:29,30: “29 Porque á los que antes conoció, también predestinó para que fuesen hechos conformes á la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos; 30 Y á los que predestinó, á éstos también llamó; y á los que llamó, á éstos también justificó; y á los que justificó, á éstos también glorificó”.

2 Timoteo 1:9: “Que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme á nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”.

1 Tesalonicenses 5:9: “Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salud por nuestro Señor Jesucristo”.

La Iglesia de Roma, impregnada por el semipelagianismo, predica que la salvación se puede hasta perder, y que, como mal menor, pueden quedar pecados que pagar y expiar mediante una “purificación” tras la muerte, en ese lugar llamado “Purgatorio”. Sin embargo, Jesús dijo que “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:39). ¿A quién creemos? ¿Al Señor Jesucristo o al señor de la bata blanca que se hace llamar “Papa de Roma”?

La creencia en el Purgatorio, al igual que la Misa y la Eucaristía, el rezo por los muertos o las indulgencias, esta basada en la idea de que el sacrificio de Cristo no fue único, perfecto y suficiente, pese a lo que dice Hebreos 7:27, sobre el oficio de sacerdote de Jesucristo: “que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo”.

El Purgatorio, según esta doctrina diabólica, sería un lugar de preparación para poder acceder al Cielo, pues la muerte de Cristo no sería suficiente para ser declarados justos, perdonados, redimidos, reconciliados con Dios y santificados. El dogma del Purgatorio limita el sacrificio de Cristo a la expiación del pecado original, o los pecados cometidos antes de la salvación.

¿Diabólica he dicho? Por supuesto, es un ataque a Jesucristo mismo. Es considerar inmundo a Cristo y equivale a despreciar y rechazar Su salvación. A todos los efectos, creer en el Purgatorio es lo mismo que el rechazo a Cristo, pues uno y otro desprecian la suficiencia de Su muerte y tienen por inmunda Su sangre.

Si “no es suficiente” Jesucristo, entonces, necesitamos… a la Iglesia de Roma para que sea la que administre la salvación. Aunque en realidad, y muy tristemente, lo que sea es un camino en línea recta al infierno. Rechazar a Cristo conlleva la muerte eterna y el Purgatorio y la creencia en esta fábula es un rechazo a Él. Pero, como la Iglesia romana lo que busca es poder temporal, su reino SÍ es de este mundo, vende que la salvación es temporal, no eterna en Cristo, un proceso en el tiempo que, bajo la tutela romanista, por supuesto, concluye en el Purgatorio (en realidad, si la Biblia es verdad, y LO ES, concluye en el infierno), previo pago de suculentos óbolos. Por supuestisimo, el no aceptar la doctrina del Purgatorio trae la excomunión automática de la Iglesia Católica Romana (Concilio de Trento – Canon 30: “Si alguien dijera que después de la recepción de la gracia de justificación la culpa remitida y la deuda de la pena eterna es borrada de cada pecador arrepentido, que no queda ninguna deuda temporal a ser descargada en este mundo o en el Purgatorio antes que las puertas del cielo puedan abrirse, sea anatema”).

¿Cuánto tiempo es necesario pasar en el Purgatorio para salvarse? Pues, ¡sorpresa!, porque ni la propia Iglesia de Roma lo sabe, ni el mismísimo Papa, ni siquiera puede definir cuánto tiempo debe pasar allí el difunto por cada pecado, ni cuánto tiempo de sufrimiento en este fabulesco sitio reduce cada ritual o acto de penitencia. Y esta es la iglesia que exige a sus fieles que ponga en sus manos su salvación. Como no se sabe cuánto tiempo de estancia del difunto en el Purgatorio se reduce por cada ritual romano, “por si acaso” lo que hay que hacer es la mayor cantidad posible. Misas y más misas. Más ingresos “extras” para Roma.

¿Es creíble esta doctrina?

Una cosa la podemos tener por cierta: o miente la Iglesia Católica Romana o miente la Biblia, tanto como decir que Dios es “un mentiroso”. Si creemos a la Iglesia romana, llamaremos “embustero” a Dios. No creer a Dios implica la muerte eterna, la condenación. El Purgatorio es la joya de la corona de una teología de la muerte.

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jueves, 23 de junio de 2011

¿Qué es un gobierno cristiano?

Aunque es muy habitual calificar a los países de nuestro entorno europeo como “países cristianos”, esto ni muchísimo menos es así y lo cierto es que, por ejemplo, en el imaginario popular, España suele ser calificada de “país cristiano” solo por que hay un gran fervor por las romerías o por cantar saetas a imágenes de madera en las procesiones, craso error pensar en ello, por supuesto.

En puridad, lo que sería una “nación cristiana” no lo tenemos en ninguna parte del mundo: no hay nada como la Ginebra de los tiempos de Calvino, las colonias bíblicas de la costa Este norteamericana o el Israel bíblico, la república israelita.

Este artículo sobre lo que sería un “gobierno cristiano”, por tanto, es algo teórico. Debería obrar Dios un avivamiento de la fe, aunque, de momento, parezca que esa no es Su voluntad (para España, casi seguro, se puede decir que no), para hablar en la práctica, puesto que, y eso es algo previo, para que el Gobierno, habiendo sido colocado en el poder por el pueblo, reconozca y se sujete voluntariamente a la Autoridad de Dios, es preciso que sea la propia nación la que antes se haya sujetado a esa Autoridad. No se puede esperar que el Gobierno sea piadoso si la propia sociedad no lo es.

El soberano, gobernante o dirigente ha sido instituido por Dios, existe un pacto entre ambos (hoy día, ningún gobernante lo respeta, es más, lo viola constantemente, sigo aclarando). Dios establece los gobiernos y la obligación de los súbditos de estar sujetos a ellos (Romanos 13), así como otorga al individuo el dominio, la propiedad privada sobre las cosas, que se puede obtener a través de la remuneración por el trabajo, la donación o la herencia, así como el señorío sobre los animales (Génesis 1:28), de modo que estos también pueden ser propiedades (los animales domésticos, las cabezas de ganado, etc.).

Pero, junto con esta obligación que Dios impone a los individuos de respetar y estar sujetos a las autoridades civiles, éstas, a su vez, no pueden violar la vida o la propiedad o impedir a sus súbditos la manifestación de su fe, salvo en determinados casos, como la investigación o el castigo de los crímenes o el cobro de tributos, aparte de otros casos. Pensemos en el caso de un asesino condenado a muerte: no se podría decir que le va ser “violado su derecho a la vida” por el gobernante. Idem si embargan a alguien por no pagar los impuestos o si le imponen una multa, no puede decir “es que están violando mi propiedad privada”. Por la prohibición de “violar la vida”, esto no se reduce a no quitar la vida únicamente, sino a una “inmunidad de la persona”, por supuesto.

Aquí, los conocidos como “derechos sociales” se salen de esta idea de lo que el Gobierno debe procurar a los súbditos, pues dependen de que el gobernante tome la propiedad de otro y te la entregue a ti. Un “estado del bienestar” no sería cristiano, pues las necesidades de otros deben cubrirse bíblicamente, pero, como una vez más tengo que reiterar, lo cierto es que hoy día ni vivimos en una sociedad cristiana ni que ejercite la piedad con aquellos que sufran alguna desventura sin su culpa y tengan necesidades, con lo que, a falta de fe y virtud, es normal, y nos queda para rato, que el Estado se dedique a invadir y suplantar esto.

Algo que siempre he defendido es un Estado y un Gobierno aconfesional en aquellos países con múltiples credos entre sus poblaciones. Aquí de lo que hablo es de un país cuyos habitantes hayan aceptado la Ley de Dios y elijan un Gobierno, que a su vez, igualmente se someta a la misma. Seguramente, siempre existiría un remanente de gente con otras creencias y sería un hecho a tener en cuenta. En la Biblia se habla de no “inquietar” al extranjero que more dentro de las fronteras de la nación israelita, algo que tendríamos que contextualizar en el Antiguo Testamento, no, exactamente, como alguien de otra nacionalidad sino ajeno a la fe, pues, en aquellos tiempos, los extranjeros a Israel por lo que se caracterizaban, justamente, era por estar fuera de ese pacto con Dios.

Para bien o para mal, acepten o no este pacto (y rendirán cuentas en esta vida o en la siguiente, caso de que no lo respeten), Dios, como Supremo Señor y Rey de todo el mundo, ha instituido a los magistrados civiles para estar sujetos a Él, gobernando al pueblo para la gloria de Dios y el bien público, y con este fin les ha armado con el poder de la espada, para la defensa y aliento de los que son buenos, para el castigo de los malhechores. No hay autoridad sino de parte de Dios y por Él ha sido establecida (Romanos 13:1-4, lo conocemos de sobra, 1 Pedro 2:13-14: “Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” o Proverbios 8:15-16: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia. Por mí dominan los príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra”). Todos los cristianos pueden aceptar y desempeñar el cargo de magistrado cuando sean llamados o elegidos para ello, con la obligación de mantener la piedad, la justicia y la paz y de gobernar conforme a las leyes de Dios (Salmos 2:10-12: “Ahora, pues, oh reyes, sed prudentes; admitid amonestación, jueces de la tierra. Servid a Jehová con temor, y alegraos con temblor. Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían” o 2 Samuel 23:3 “El Dios de Israel ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios”). Más aún, en una nación cristiana, un país cuyos habitantes hayan aceptado la voluntad de Dios, es más lícito para un cristiano que para cualquier otro desempeñar un cargo como gobernante, puesto que no hay que olvidar que la primera y mayor obligación de todo hombre es aceptar esta voluntad (y la mayor transgresión es la del primer Mandamiento), a fin de que estar capacitado para obrar en todo para la gloria de Dios y lo que al bien de los demás conviene.

El gobierno civil, por tanto, es una institución divina, de donde deriva nuestro deber de obediencia, pues es algo que debemos a Dios mismo. Dios es el Creador y Poseedor de todos los hombres (es quien mantiene nuestro hálito vital, como se dice en el libro de Job) y los ha creado con responsabilidad moral e inteligencia y con una conciencia de que Él es el Señor, como un ser social, organizado en familias, comunidades y naciones que requieren un gobierno civil. Por supuesto, Dios no prescribe a los hombres una forma concreta de gobierno, sino que deja a cada nación la libertad de ordenarse a sí misma y escoger la forma de gobierno que mejor les convenga, de acuerdo con sus circunstancias históricas, culturales, etc.

Ahora bien, este gobierno, del tipo que sea, así como es acreedor de la obediencia de sus súbditos, a su vez es deudor de la misma hacia Jesucristo, como Rey de reyes y Señor de señores y como Mediador entre los hombres y el Padre (Mateo 28:18: “Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”, Filipenses 2:9-11: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”, Efesios 1:17-21: “para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero”).

Jesucristo, como Creador del universo y Supremo Gobernador del mundo es, a su vez, Gobernador de todas las naciones y a Su voluntad deben conformarse todas las leyes y a Él deben reconocer y servir todos los gobernantes de la tierra (ni que decir tiene que hoy ninguno hace esto, como he venido diciendo).

Evidentemente, la Iglesia debe estar separada del Gobierno, y eso es algo en lo que entraré enseguida, no debe ser el gobernante quien dirija el culto a Dios. Servir a Dios, su obligación, como la de cada individuo, cada familia o cada comunidad, es algo muy distinto. La gloria de Dios es el fin principal de un gobierno cristiano y ello debe hacerlo procurando el bien de la sociedad, la educación, la moral, la prosperidad económica, proteger de la vida y la propiedad de sus súbditos, conservar el orden, dictar leyes piadosas en todas las cuestiones sobre las cuales la Biblia indica cuál es la voluntad de Dios, como el día de reposo, juramentos, matrimonio, divorcio, pena de muerte, etc.

Un gobierno cristiano puede y, es más, debe ir a la guerra cuando haya un motivo lícito, como es proteger la vida de sus súbditos. Para que la guerra sea justa debe haber un enemigo que intente causar un grave mal a la nación y que la guerra sea la única forma de combatirlo. En el Antiguo Testamento, no era raro que Dios ordenara a los israelitas ir a la guerra contra otras naciones (1 Samuel 15:3 o Josué 4:13). Si leemos Éxodo 17:16: “y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación”. A veces, la guerra es una mal necesario y los cristianos no deben desear la guerra, pero tampoco deben oponerse al gobierno que Dios colocó en autoridad sobre ellos, como he venido diciendo. La guerra es una realidad pues este mundo está dominado por el pecado y la guerra es la consecuencia más cruenta y violenta de estos pecados. Romanos 3: 10-11 dice que: “Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios”. Si tuviéramos la capacidad de obedecer a Dios por nosotros mismos, no existirían las guerras. Como no existirían los asesinatos u otros crímenes o pecados. La ley de Dios es santa y buena, pero estamos incapacitados para cumplirla por nosotros mismos, de ahí que el caminar por este mundo esté rodeado de circunstancias como pueda ser tener que ir en alguna ocasión a la guerra. Eclesiastés 3:8 nos dice que durante esta vida hay “tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz”. En una nación cristiana, sus ciudadanos, en tiempo de guerra, lo más importante que deben hacer es orar a Dios porque conduzca y provea de sabiduría a sus gobernantes, por la seguridad de sus tropas y por el fin rápido de la contienda con el menor número de muertes posible.

Bien, ¿cuál NO es la función de un gobierno cristiano?

La predicación y la administración de los sacramentos o el arrogarse el poder sobre las llaves del Reino de los Cielos. Veamos qué nos dice la Biblia sobre esto:

II Crónicas 26:18: “Y se pusieron contra el rey Uzías, y le dijeron: No te corresponde a ti, oh Uzías, el quemar incienso a Jehová, sino a los sacerdotes hijos de Aarón, que son consagrados para quemarlo. Sal del santuario, porque has prevaricado, y no te será para gloria delante de Jehová Dios”.

2 Corintios 26:18: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel”.

Juan 18:36: “Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”.

Lo cual no quiere decir que los gobernantes cristianos no deban proteger a la Iglesia de Jesucristo, sin dar preferencia a ninguna denominación, procurando que sus miembros gocen de plena libertad. Deben garantizar la libertad de cada uno para dar culto y servir a Dios (Isaías 49:23: “Reyes serán tus ayos, y sus reinas tus nodrizas; con el rostro inclinado a tierra te adorarán, y lamerán el polvo de tus pies; y conocerás que yo soy Jehová, que no se avergonzarán los que esperan en mí”). Jesucristo ha designado un gobierno regular y una disciplina para Su Iglesia, con lo que ninguna ley debe interferir con ella, estorbar o limitar los ejercicios debidos entre los miembros voluntarios de alguna denominación de cristianos conforme a su propia confesión y creencia (Salmos 105:15: “No toquéis, dijo, a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas” ).

Cada uno de los ciudadanos súbditos de un gobierno cristiano tiene un derecho ilimitado a adorar a Dios según dicte su conciencia, aunque debe obedecer a las autoridades civiles o eclesiásticas, cada una en su ámbito, sin que ninguna pueda entrometerse en las funciones y competencias de la otra (los ministros eclesiásticos no pueden imponer ninguna pena civil, aunque mantengan la disciplina dentro de sus congregaciones).

Por todo lo dicho, ni que decir tiene que la rebelión sería un pecado grave pues es una desobediencia a Dios mismo, que es quien ha delegado en el gobierno civil, aunque éste también tenga las obligaciones que se han dicho para con Dios. En estos casos, el fin de un cristiano es procurar el cambio de gobierno de una forma pacífica y la fuerza solo es justificable cuando éste se halla hecho manifiestamente corrupto y desobediente a la voluntad de Dios, oprimiendo a sus ciudadanos.

Si los gobernantes mandan algo contrario a lo que expresamente y con precisión Dios ha prescrito en Su palabra es el único caso en no debemos hacer ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande, puesto que a quien estaremos obedeciendo es a Dios, quien tiene bajo Su potestad al soberano.

La Biblia nos da ejemplos como la condena al pueblo de Israel por obedecer las impías leyes de su rey, en Oseas 5:11, cuando Jeroboam mandó hacer becerros de oro, dejando el templo de Dios, y todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron a la idolatría más infame y repugnante a los ojos de Dios (1 Reyes 12:30). El profeta Oseas les reprochó severamente el pecado cometido al haber obedecido al rey. La potestad terrenal del gobernante está sometida en todo momento al superior Poder de Dios.

Recordemos lo que dice el apóstol Pablo en 1 Corintios 7:23: “Comprados fuisteis por precio; no os hagáis esclavos de los hombres”. Hemos sido comprados por Jesucristo para nuestra redención a tan alto precio que no podemos hacernos esclavos ni sujetarnos a los malos deseos de los hombres. Debemos respeto y obediencia a nuestros padres, superiores jerárquicos o gobernantes, pero no somos siervos de ellos, sino de Cristo (Gálatas 1:10).

Por supuesto, cualquier intento de reproducir en la tierra lo que es la voluntad de Dios no será más que una mera sombra de ésta. Por nuestra propia naturaleza corruptible, todas las cosas las hacemos como Dios nos da a entender y en ningún momento Él es responsable de los errores que cometamos llevándolas a cabo, por equivocación involuntaria o vicio, con lo que mantener o no un gobierno cristiano, un gobierno que ejecute la voluntad de Dios, es responsabilidad exclusiva de los ciudadanos de la nación.

La salvación no la ganamos por nuestras obras o por guardar la ley, pues la salvación es don de Dios y es dada por Su gracia. Pero la Ley de Dios, resumida en los Diez Mandamientos, produce beneficiosos frutos para las naciones que la obedecen (y nefastos para las que la violan constantemente). Sin embargo, solo mediante la expiación de Jesucristo y el Espíritu Santo morando y operando en nosotros podemos hacer la voluntad de Dios y caminar en Su verdad, aun cuando sea de una forma todavía con imperfecciones y con la posibilidad de sufrir caídas. La Ley no nos justifica, solo la gracia de Dios, pero sí nos santifica.

Igual que ocurre con los individuos, ocurre con las naciones y con quienes las gobiernan. Solo la voluntad de Dios de justificar a una nación y a sus gobernantes puede operar en ellos esta manera de proceder, es la única forma de que nazca una nación cristiana con un gobierno cristiano. No existe imposición alguna pues es la salvación de Jesucristo la que mueve a los ciudadanos a darse a ellos mismos esta forma de gobierno.

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jueves, 3 de febrero de 2011

Los puritanos y el Nuevo Mundo (2ª parte)

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Bien, terminé la entrega anterior hablando del desarrollo de la idea de libertad en las colonias de Nueva Inglaterra a partir de la fe bíblica de sus habitantes.

¿Cómo fue esto? Muy sencillo, cuanto más pegados a la Biblia, más libertad. ¿Por qué las naciones mayoritariamente protestantes son más libres? ¿Por qué nunca ha habido una dictadura protestante? ¿Por qué nunca ha habido un protestante fascista o que haya impuesto el totalitarismo comunista? ¿Por qué, estando los judíos más cerca de lo bíblico, al menos del Antiguo Testamento, que algunas "denominaciones cristianas", Israel es una democracia, con todas las imperfecciones que se quiera?

Otros países, Corea del Sur, Japón, Taiwan, India etc. han ido desarrollando también un sistema de democracia liberal. Sin embargo, siempre imitando, precisamente, el modelo del Occidente cristiano, aunque no sean naciones cristianas.

Sin embargo, cuanto más nos alejamos de esto, más socialismo y más restricciones a la libertad. La cuestión no es "cristianizar" ni "moralizar" en ese sentido a través de las leyes. Hace algún tiempo alguien dijo: "¡JAVIER HA DEFENDIDO BARBARIDADES COMO EL DERECHO BÍBLICO!". ¡Hombre! ¡Tampoco es eso! Esto es la eterna confusión entre “moralización” mediante la ley y que la ley se base en alguna moral. Una ley no está para hacer que nadie desarrolle criterios morales, no está para “imponer”, dejémoslo en imponer, una moral sino para regular comportamientos y fijar cuáles son lícitos e ilícitos. Pero que, sea cuál sea, se basa en criterios morales es indudable. Por ejemplo, en España y algunos otros países europeos yo no puedo poseer libremente un arma de fuego. A mí en particular me puede parecer mal pero así es y a otros les parecerá algo fabuloso y pensarán que es aberrante poseer un arma y que, si no fuera necesaria licencia para ello, las calles se convertirían en algo parecido a una réplica de los duelos del salvaje Oeste. ¿Esto no se basa en ninguna moral? O la pena de muerte, ¿por qué se considera por algunos “inhumana” la pena capital y no el aborto libre?

En nuestros países vemos algo así. El cristianismo retrocede, el humanismo secular avanza y estos últimos pretenden hacernos más virtuosos mediante sus leyes. En España, sin ir más lejos, nos van a hacer dejar de fumar así, a base de leyes prohibicionistas. No solo han prohibido fumar en bares, restaurantes y otros sitios públicos cerrados (y algunos abiertos, como los parques infantiles) sino que incluso la Ministra de Sanidad ha pretendido animar a que sea la gente la que denuncie a los locales que incumplan la prohibición. La ley hay que cumplirla, está claro, pero pretender recurrir a “chivatos” entre los ciudadanos es realmente infumable, nunca mejor dicho. Dejar de fumar es una buena y sabia decisión pero obligar a los sitios privados abiertos al público a que no permitan fumar a sus clientes porque, supuestamente, molesta a los no fumadores, es un ataque a la propiedad privada y a la libre admisión. El concepto de "molestia" es algo totalmente impreciso y arbitrario: más me molesta a mí la cara de una tipa que no pintaría nada en otro sitio que no fuera la cola del INEM, mucho menos de ministra, y, sin embargo, no pido que la prohíban. Eso sí, esto no es una ley "nazi" o "soviética". Ha salido de un Parlamento constituido democraticamente. A quien no le guste ya sabe el camino democrático y, aparte, no hay un "derecho a fumar". Las cosas hay que verlas caso a caso. No es lo mismo prohibir por ley fumar en una guardería o en un colegio o en un hospital, aunque fueran privados, que en un bar de copas, en este último caso es cuando es absurda la prohibición. Lo que no se puede ir es con el simplismo del “¡¡mi cuerpo, mi cuerpo, hago lo que me da la gana con él!! ¡¡ESTAO MALO!!” (¿acaso es lícito que yo me auto-ampute un brazo?). La ley es un ataque a la propiedad privada y por ahí hay, en el campo de las ideas, que combatirla, pero esta tampoco es siempre un absoluto.

Bueno. Ayer, otro bodrio que se avecina: la presentación en sociedad de una futura "Ley de Igualdad de Trato", cuyo objetivo es "crear una sociedad que no humille a nadie". Parece que aquello de la inversión de la carga de la prueba fue una leyenda urbana, pese al sensacionalismo amarillista de la prensa y la blogosfera. Muchos se han alarmado con esto, pero España, gracias a Dios, es un país de leyes y una ley que obligase al presunto “discriminador” a demostrar su inocencia no pasaría ningún control. No sé si será el fin de la discriminación privada, pero la dificultará. Cualquiera se puede convertir en sospechoso de ser un discriminador, puesto que situaciones habituales en las que suelen darse casos de presunta discriminación son los procesos de contratación laboral, la concesión de créditos bancarios, la firma de contratos de arrendamiento, y así una larga lista. Nuevamente, a crear "derechos" especiales para ciertos colectivos específicos. Los lobbys zerolicos, cómo no, encantados con la iniciativa.

Pero OJO: no nos equivoquemos. No es el Gobierno español intrínsecamente mucho más "malvado" o "liberticida" que el de otros países. En Europa hay legislaciones muy parecidas en este sentido. Es cierto que estamos en medio de una oleada intervencionista, pero no es exclusivo de aquí: lo que estamos haciendo es "ponernos al día". En los EEUU, sobre todo en las dos costas, la Este y la Oeste hay una infección total de socialismo, prohibiciones a granel y corrección política a raudales, aunque en Massachusetts, ironías del destino, empezase la debacle del Mesías moreno Obama, como allí comenzó también la sublevación de los colonias contra el rey inglés Jorge III (dicen que el que tuvo retuvo). Justamente, cuando EEUU es menos cristiano, es, a la vez, menos liberal. Prácticamente, la reserva de estos valores de libertad está quedando en el sur, aunque, no obstante, siga siendo aún un país más libre que Europa. Estos señoritos ingenieros sociales dan a sus productos una apariencia de “neutralidad”, cuando lo que hacen es crear sus propias leyes, crean sus propios sistemas de valores y educativos y los adoran. El hombre lo que es adorar, siempre adorará a algo: unos a Dios, otros a Alá, otros a las copas, otros a la coca, otros a las putas, etc. Otros al feminismo, otros al multiculturalismo, otros a la igualdad de resultados. Si no tienen a Dios para que les acerque a la virtud, necesitaran al Estado para que éste se encargue de hacerlo.

Sin embargo, ¿cómo "redimir" a través de algo creado por el propio hombre? La Biblia enseña que, siendo el hombre, como hemos visto, un ser naturalmente defectuoso es incapaz de redimirse por sus propias obras: solo Cristo salva y es por la Gracia de Dios, a través de la fe en su Salvador. La salvación individual justifica al hombre y lo hace capaz de conocer la verdad y las buenas obras, pero no lo aparta por completo del pecado, con lo que ha de permanecer vigilante y seguir la guía del Espíritu Santo para actuar con la mejor rectitud posible, dentro de las limitaciones que tiene al estar dañado por el pecado. Está muy claro que esta visión del ser humano y sus obras, y menos de las del gobernante que detente el poder no es demasiado optimista. Pero la alternativa es pensar que el hombre, todo lo contrario, es bueno por naturaleza y son la sociedad u otros factores los que le apartan del buen camino y le hacen corromperse. Según esta visión, sería a la sociedad a la que habría que reformar y moldear.

La Biblia muestra una clara enseñanza de mostrarse vigilante ante los gobernantes. Los hay verdaderamente deplorables y hasta buenos reyes como David o Salomón cometieron numerosos errores en sus mandatos. De los mandatarios de los reinos de Israel y Judá, cuyas historias se cuentan en los dos libros de Reyes y los dos de Crónicas, y todas sus iniquidades, corrupciones y degeneraciones, mejor ni hablar, siendo el único destacable Josías, quien restauró el respeto a la Ley Mosaica entre sus súbditos y borró la idolatría de su reino. O del tiránico faraón egipcio de los tiempos de Moisés, o de Nabucodonosor, el rey de Babilonia, etc...

Justamente, la forma bíblica de gobierno sería aquel en el cual el poder está dividido y descentralizado. Sin Ley no hay libertad y Dios entregó sus leyes a los israelitas en manos de su legislador, Moisés. En el Pentateuco, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, se recogen estas leyes. En el libro de Éxodo se cuenta como, a la hora de aplicar estas leyes a su pueblo, Moisés se ve desbordado por sí solo, ante lo cual designa en cada tribu unos funcionarios, de entre los hombres más sabios, con poderes limitados, llamados jueces: "Además escoge tú de entre todo el pueblo varones de virtud, temerosos de Dios, varones de verdad, que aborrezcan la avaricia; y ponlos sobre el pueblo por jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo en todo tiempo; y todo asunto grave lo traerán a ti, y ellos juzgarán todo asunto pequeño. Así aliviarás la carga de sobre ti, y la llevarán ellos contigo. Si esto hicieres, y Dios te lo mandare, tú podrás sostenerte, y también todo este pueblo irá en paz a su lugar. Y oyó Moisés la voz de su suegro, e hizo todo lo que dijo. Escogió Moisés varones de virtud de entre todo Israel, y los puso por jefes sobre el pueblo, sobre mil, sobre ciento, sobre cincuenta, y sobre diez. Y juzgaban al pueblo en todo tiempo; el asunto difícil lo traían a Moisés, y ellos juzgaban todo asunto pequeño" (Éxodo 18:21-26). Ese es el modelo bíblico de Gobierno: una descentralización efectiva de numerosas competencias en las entidades administrativas menores, con el Gobierno de la nación conservando la competencia en las materias de mayor interés y trascendencia para el país. Ejecutivo, legislativo y judicial federal, por un lado, y estatales, por otro. La competencia de estos jueces, de hecho, no iba más allá de su tribu, del territorio en que se había asentado cada una de ellas, una vez hecha la repartición de la tierra de Canaán. Los impuestos, igualmente, eran moderados, no sobrepasaban el 10% de la renta de cada persona, el diezmo. Eso sí, cuando los israelitas pidieron un Gran Gobierno, un rey, como los demás pueblos, Dios, por boca del profeta Samuel, les advirtió muy grave y severamente de las adversidades y penurias que el Rey les impondría: les oprimiría, les esquilmaría y esclavizaría, a ellos y a sus hijos e hijas (I Samuel, 8). De hecho, así fue.

Esta idea de gobierno es, justamente, la que habían puesto en marcha los puritanos en las colonias norteamericanas. Hacia la década de los 70 del siglo XVIII habían surgido ya pequeños centros urbanos, como Filadelfia, Nueva York, Boston o Charleston. La tierra era abundante y la mano de obra escasa y cada hombre libre podía alcanzar allí la prosperidad y la libertad económica. No existía allí, a diferencia de Europa, una aristocracia feudal, como no existiría en los futuros EEUU. Las trece colonias establecidas en la costa Este se regían por el gobierno representativo: el rey de Inglaterra nombraba a muchos de los gobernadores coloniales, pero todos ellos debían gobernar conjuntamente con una asamblea elegida, la metrópoli, por tanto, no ejercía un control directo sobre sus colonias. El voto estaba restringido a los propietarios varones blancos, pero la mayoría de los hombres blancos tenían propiedades suficientes para tener derecho al voto.

¿Cómo empezó el camino al conflicto que enfrentó a las colonias americanas con Inglaterra?

Entre 1756 y 1763, Inglaterra se vio envuelta con Francia, que controlaba todo el territorio del Este de Canadá y la vertiente del río Misisipi, en la Guerra de los Siete Años. Casi se puede decir que el conflicto fue una especie de "guerra mundial", pues implicó a Inglaterra, Prusia y Portugal, por un lado, y a Francia, España, Austria, Rusia y Suecia, por otro, como bandos enfrentados, con frentes en varios continentes: Europa, Norteamérica, el Caribe, el Río de la Plata y la India, y que empezó por la ambición austriaca de recuperar Silesia, en manos prusianas, lo que puso en marcha todo el mecanismo de alianzas militares europeas (algo no muy distinto a la I Guerra Mundial). En Norteamérica, fue conocida como "Guerra Franco-india" y se originó por la rivalidad entre ambas potencias, Francia e Inglaterra, por el control de las zonas peleteras al Oeste de los Apalaches y los derechos de pesca en Terranova. Los franceses pretendían construir una línea de fuertes armados desde Canadá hasta Nueva Orleans, con el fin de evitar la expansión inglesa al Este y, de hecho, en los primeros años de la guerra consiguieron varias victorias, hasta que el Primer Ministro inglés William Pitt colocó al general James Wolfe al mando de las tropas en América y comenzó a enviar más soldados y dinero. Wolfe asedió Louisburg, en 1758, conquistó Quebec, en 1759, y, pese a que falleció al poco de acabar la batalla por la toma de la ciudad, debido a una herida de bala que había recibido durante el combate, esta victoria facilitó la capitulación de Montreal, al año siguiente, y el que los ingleses expulsaran de Canadá a los franceses. En 1763, se firmó la Paz de París, que dio a Inglaterra derechos sobre Canadá y el Este del río Misisipi.

Sin embargo, los problemas comenzaron de inmediato con las colonias de la costa Este norteamericana. Inglaterra quería evitar conflictos entre los colonos y los indios, por un lado, por lo que prohibió a los primeros, mediante la Proclamación Real de 1763, extender sus propiedades al Oeste de los Apalaches, y, por otro, pretendía que sufragaran los gastos de defensa que, según el gobierno inglés, había invertido la metrópoli en proteger las colonias, aumentando los impuestos sobre el azúcar, el café, el papel, el vídrio, la pintura, los productos textiles y los bienes importados, obligándoles por ley a acoger y alimentar a las tropas inglesas y a adherir estampillas fiscales especiales a todos los periódicos, folletos, documentos legales y licencias. Poco a poco, desde Londres comenzaba a limitarse la libertad de la que habían gozado hasta entonces en tierras americanas.

Los ánimos empezaban a caldearse, pues los colonos habían desarrollado, durante siglo y medio, una desconfianza ya casi innata hacia el Gran Gobierno y temían que las medidas fiscales obstaculizasen el comercio, limitando la libertad económica, y que las tropas estacionadas allí pudieran, en cualquier momento, aplastar sus libertades individuales. Los antepasados de la mayoría de ellos, no olvidemos, habían huido de la persecución política, por motivos religiosos, en Inglaterra. Los representantes de nueve de las trece colonias se reunieron, en 1765, en el conocido como "Congreso sobre la Ley de Timbres", en protesta contra dicho impuesto. Como resultado, los comerciantes se negaron a vender productos ingleses y la mayoría de colonos a comprar dichas estampillas. En Inglaterra, el Parlamento revocó la Ley de Timbres pero creó nuevos impuestos, sobre el té, fundamentalmente, enviando funcionarios aduaneros a Boston para asegurar el cobro de estos aranceles. Aunque el Primer Ministro, Lord North, eliminó todos los impuestos que se habían establecido en años anteriores, salvo el del té, en 1773, un grupo de colonos disfrazados de indígenas abordaron varios mercantes ingleses, arrojando 340 cajones de té al mar. Fue la conocida como "Fiesta del Té", o "Tea Party" (no confundir con los "Tea Parties" actuales, cuidado).

Como respuesta, el Parlamento inglés promulgó las "Intolerable Acts" (como así se conocieron en las colonias; mientras que los ingleses las llamaban "Coercive Acts", Leyes Coactivas, o "Punitive Acts", Leyes Punitivas), por las que restringía severamente la independencia del gobierno de la colonia de Massachusetts, suspendiéndose las elecciones legislativas, y se decretaba que los cargos del mismo serían nombrados directamente desde Inglaterra. Esto por medio del Acta de Gobierno de Massachusetts. Aparte, el Acta de Administración de Justicia autorizaba al Gobernador de la colonia de Massachusetts a transferir cualquier juicio a Inglaterra, el Acta del Puerto de Boston lo cerró hasta que la colonia pagase los daños ocasionados por el "Tea Party", mientras que el Acta de Acuartelamiento obligaba a los particulares a hospedar a tropas inglesas en sus casas (recordemos la III Enmienda de la Constitución de los EEUU: "En tiempo de paz a ningún militar se le alojará en casa alguna sin el consentimiento del propietario; ni en tiempo de guerra, como no sea en la forma que prescriba la ley").

El rey Jorge III estaba atacando directamente la autonomía del gobierno de la colonia con medidas represivas. Esta, por cierto, fue la gran y fundamental diferencia con la Revolución Francesa: eran dos gobiernos constituidos y el de la metrópoli estaba restringiendo violentamente la libertad y el autogobierno del de la colonia, allí no hubo una sedición de una turba descontrolada, como en Francia en 1789. Esto llevó a la convocatoria del "Primer Congreso Continental" y a la "Declaración de Derechos y Quejas", en la que se rechazaban las "Leyes Intolerables" y se llamaba a los colonos boicotear el comercio inglés, no adquiriendo sus productos ni exportando hacia la metrópoli. Los propios colonos, a la vez, comenzaron a organizar milicias y a almacenar armas y municiones.

El 19 de abril de 1775, con la batalla de Lexington, comenzaba la Guerra de Independencia de Estados Unidos.

Así se llegó, contado esto de una forma muy somera y resumida, a la guerra por parte de unos colonos de espiritualidad puritana que tenían fundamentada en su fe sus deseos de libertad.

La guerra, la independencia y la constitución de la república norteamericana son hechos a contar más adelante.

He aquí algunas imágenes en este emotivo video, imprescindibles para todos los liberales. Fíjense en el minuto 2:57, la travesía por George Washington del río Delaware, el 25 de diciembre de 1776:


viernes, 21 de enero de 2011

Los puritanos y el Nuevo Mundo (1ª parte)

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Volviendo a la Inglaterra del siglo XVII y sus disputas religiosas, recordando los conflictos del puritanismo con la oficialista Iglesia de Inglaterra, los primeros encontrarían en la costa oriental de Norteamérica, como dijo el poeta estadounidense Robert Frost, ya en el siglo XX, la promesa de una nuevo comienzo para la humanidad, que terminaría engendrando, no exactamente una nación, sino una gran experimento y una modelo valioso para otros países.

Ya en 1607, un grupo de colonos ingleses se había establecido en Jamestown (la actual Virginia), en virtud de una cédula otorgada por el rey Jorge I de Inglaterra, edificando una colonia que comenzó a prosperar poco a poco con el cultivo del tabaco, mercancía que empezaron a enviar a la metrópoli en 1614. En Nueva Inglaterra, los puritanos comenzaron también a establecer varias colonias. Pensaban que la Iglesia de Inglaterra había adoptado demasiadas prácticas más propias del catolicismo romano y llegaron a las tierras americanas huyendo de la persecución en tierras inglesas y con la intención de fundar una colonia basada en sus propios ideales confesionales. Así, en 1620, un grupo de puritanos, conocidos como los peregrinos, cruzaron el Atlántico en un barco llamado "Mayflower" y se establecieron en Plymouth, en el actual estado de Massachusetts. Allí fundaron una "nueva Jerusalén", la ciudad en la colina, que pensaban podía ser una "nueva luz" para el resto de los hombres.

En 1630, otro grupo llegó a Salem, fundando Boston, bajo la gobernación de John Endicott y así nuevas colonias, de forma que, en 1640, alrededor de 20.000 ingleses habían emigrado ya a América.



Los primeros puritanos asentados en Massachussets buscaban, fundamentalmente, la libertad religiosa que no tenían en Inglaterra. Sí que es cierto que la libertad que buscaban era para organizar su sociedad de conformidad a lo establecido en la Biblia. Los gobiernos debían regirse por la ley de Dios. Así, castigaban severamente a los bebedores, los adúlteros, los violadores del reposo del Séptimo Día, y los herejes, y los salarios de los ministros de la iglesia se pagaban de los impuestos recaudados, no obstante, ellos se habían dado a sí mismos este orden para organizar su sociedad. No hubo ningún tipo de imposición.

El puritanismo en América llevaba consigo la idea de John Knox de que, si las circunstancias eran apropiadas, los cristianos tenían tanto el derecho como la obligación de sublevarse contra un rey tirano, rompiendo con la doctrina del “Derecho Divino de los Reyes”, que consideraba un pecado y un crimen contra Dios la rebelión contra el monarca. Knox tenía una visión de la resistencia al gobernante tiránico basada en que ésta era una resistencia al pecado: una nación tenía una obligación de vivir de acuerdo a la ley de Dios y no podía tolerar el mal en el ámbito civil. Esta misma idea guió a los puritanos de Cromwell en su revolución frente al poder de Carlos I, a mediados del siglo XVII, y a los colonos americanos en su lucha por la independencia, hasta el punto de que, en Inglaterra, esta guerra fue conocida como “La sublevación presbiteriana”.

No en vano, la doctrina calvinista, centrada en la predicación (frente al antiguo rol de la iglesia, limitado a la liturgia y los sacramentos), a través del congregacionalismo presbiteriano tuvo una presencia primordial en las colonias norteamericanas. Durante esa época, los pastores calvinistas predicaron, se calcula, aproximadamente ocho millones de sermones, cada uno, más o menos, de una hora y media de duración. Una persona, a lo largo de su vida, podía haber asistido perfectamente a unos 7.000 sermones.

Dos de cada tres habitantes de la Nueva Inglaterra eran calvinistas. No es de extrañar que la Declaración de Mecklenburg de 1775, la antesala de la Constitución de los EEUU, fuese aprobada por una serie de diputados todos ellos presbiterianos, y muchos de ellos incluso presbíteros de sus iglesias. Tampoco es raro que plasmaran en estos documentos el principio de separación de poderes por el que ellos mismos se regían en sus iglesias. Una de sus ideas fundamentales era que el ser humano, aunque pueda hacer buenos actos, tiene, debido a su naturaleza caída, una natural y constante inclinación al pecado. Siempre está expuesto a corromperse debido a que, en origen, es un ser pecaminoso. A través de su examen de la Biblia, desarrollaron la idea de que había que desconcentrar el poder, dividirlo para evitar concentrar mucho en pocas manos y poder someterlo a controles. Mucho poder en pocas o en una sola mano engendraba despotismo y corrupción, por lo tendente al pecado que es el hombre.

La Biblia muestra una concepción muy realista del hombre: a diferencia de Dios, el hombre es un ser finito, creado por Él, pero dañado por el pecado, en su naturaleza. El hombre comete numerosos fallos y es capaz de actuar de la forma más vil, sobre todo cuando actúa en masa. Es decir, aunque haga buenas cosas, en ocasiones, por naturaleza no es bueno y es capaz, en no pocas veces, de dejarse llevar por sus peores pasiones, mentir, herir, violar, robar, matar, invadir, sitiar, ocasionar el hambre, masacrar, abusar del poder corruptamente en beneficio propio, etc…, pues innatamente no está inclinado a la verdad y al bien. Calvino consideraba el gobierno civil un mal necesario “para reprimir las manifestaciones más groseras del pecado”, pero sin olvidar que el poder no hace sabio ni moralmente íntegro a quien lo ejerce.

De ahí la reacción cuando, a finales del siglo XVIII, desde Inglaterra se comenzó a recortar sus libertades: los puritanos habían unido la idea de la resistencia a la tiranía que ya traían de las tierras inglesas, muchos de ellos huyendo de la persecución, con la experiencia puritana de amor por la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Para ellos, el rey inglés Jorge III era como el Anticristo del Apocalipsis que pretendía destruir la “nueva Jerusalén” que habían edificado en las tierras del Nuevo Mundo y por ello le resistirían, incluso hasta la muerte. Como dijo el Gobernador de Virginia, Patrick Henry, "Give me liberty or give me death" ("dadme la libertad o dadme la muerte").

¿Cómo llegaron a desarrollar estas ideas a partir de la Biblia y cómo llegaron a la guerra con la metrópoli?

En la segunda entrega lo veremos.

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martes, 18 de enero de 2011

Anglicanos y puritanos

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En la primera entrada vimos la sucesión de acontecimientos en la Inglaterra del siglo XVII hasta llegar a la Revolución Gloriosa de 1688. Sabemos el cómo pero para conocer el porqué debemos retrotraernos más de un siglo hacia atrás en el tiempo, hasta la primera mitad del siglo XVI.

Inglaterra había estado unida a la Iglesia de Roma durante casi mil años, antes de la ruptura en 1534, durante el reinado de Enrique VIII. La separación teológica ya venía gestándose desde bastantes años atrás por medio de movimientos como el de los Lolardos, también conocido como Wyclifismo (una suerte de cristianismo “pre-reformado”), entre finales del siglo XIV y principios del XV, pero la reforma inglesa ganó verdadero apoyo político cuando, en 1533, Enrique VIII quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón, con la pretensión de casarse con Ana Bolena.
Bajo presión del sobrino de Catalina, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V (y I de España), el Papa Clemente VII, inicialmente favorable a la solicitud, la rechazó, por lo que el rey Enrique, aunque teológicamente era un católico romano devoto, decidió convertirse en Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra para asegurar la anulación de su matrimonio. Esto no hay que olvidarlo, Enrique VIII había llegado a ser proclamado “Defensor fidei” por el Papa en agradecimiento por sus ataques al luteranismo, y, de hecho, persiguió ferozmente a los protestantes, ayudado con gran entusiasmo por el ferviente papista Sir Tomás Moro.

Tomás Moro, por cierto, uno de los antecesores del pensamiento totalitario, en su obra “Utopia”, donde describe una isla en la que se organiza una sociedad ideal, quien, en 1535 fue enjuiciado por orden del propio Enrique VIII, por no prestar el juramento antipapista frente al surgimiento de la Iglesia Anglicana ni aceptar el Acta de Supremacía, siendo decapitado el 6 de julio de ese mismo año. En 1935 fue canonizado por la Iglesia Católica, quien lo considera un santo y mártir.


En julio de 1534, el Papa excomulgó tanto a Enrique como a Ana Bolena. Pero el monarca ya no estaba dispuesto a detenerse: mediante tres actas votadas por el Parlamento, consumó el cisma con Roma y en el verano de 1535, aparte del propio Tomás Moro, decapitó al cardenal John Fisher, el principal opositor a su segundo matrimonio y mártir también para la Iglesia Católica.

Sin embargo, a Enrique VIII ni se le pasaba por la cabeza hacerse protestante. En 1536, mediante los Diez Artículos de Fe se decretaba la adhesión de la Iglesia de Inglaterra a las ceremonias católicas, el culto a las imágenes, la invocación a los santos, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la transubstanciación. No solo eso: ordenó redactar una profesión de fe en la que se afirmaban claramente los siete sacramentos católicos. La negación de la transubstanciación se castigaba con la hoguera, el matrimonio estaba prohibido a los sacerdotes, se mantenía la confesión auricular, la Virgen y los santos seguían siendo objeto de devoción y el libre examen de las Escrituras no estaba permitida. Mientras había una situación de tolerancia hacia los católicos ingleses, en base a la idéntica doctrina, los protestantes eran encarcelados, torturados y ejecutados, debiendo huir al continente muchos de ellos.

La muerte de Enrique VIII, el 28 de enero de 1547, fue precisamente la que proporcionó a los protestantes la oportunidad de iniciar la Reforma en Inglaterra, junto con la subida al trono de su hijo Eduardo VI, el rey niño. Eduardo fue un niño extremadamente enfermizo (se cree que sufría de una forma congénita de sífilis o de tuberculosis), hasta tal punto de que su fragilidad hizo que Enrique VIII volviera a casarse hasta tres veces más para tener un heredero sano, sin conseguirlo, y de que reinase bajo la protección de Edward Seymour, duque de Somerset, y de John Dudley, conde de Warwick, sucesivamente. Estas dos personas fueron claves: Seymour era partidario de un luteranismo moderado pero Dudley era de tendencia decididamente calvinista. Con este último empezó el declive del catolicismo romano en Inglaterra. La legislación de Enrique VIII sobre herejes fue abolida, con lo que la mayoría de protestantes exiliados pudieron regresar y, asimismo, la Biblia fue traducida al inglés, con anotaciones protestantes, especialmente presbiterianas. La lectura privada de las Escrituras hizo llegar a los ingleses la verdad bíblica. En 1552, se procedió a la aprobación de una confesión de fe de contenido protestante.

Sin embargo, en julio de 1553, la tuberculosis venció a Eduardo, a la sola edad de 15 años. Le sucedió su hermana María, coronada como María I de Inglaterra, el 28 de junio de 1554, en la Abadía de Westminster, quien se ganaría en poco tiempo el apelativo de “María la Sanguinaria”. Su reinado de solo cuatro años fue una auténtica pesadilla para los cristianos ingleses, enviando a la hoguera a 284 protestantes mientras los exiliados se elevaban a centenares. Restableció la unión con el papado y persuadió al Parlamento para rechazar las leyes aprobadas por Enrique VIII, aunque para conseguir un acuerdo tuvo que hacer una importante concesión: decenas de miles de acres de tierras monacales confiscadas por su padre no fueron devueltas al clero católico. Las leyes contra los herejes a la doctrina católica romanista fueron restauradas: John Dudley fue encerrado en la Torre de Londres y, posteriormente, ejecutado. La misma macabra suerte corrieron el arzobispo de Canterbury Thomas Cranmer, Nicholas Ridley, obispo de Londres, y el reformista Hugh Latimer.


Gracias a Dios, el 17 de noviembre de 1558, exhaló su último aliento, siendo sucedida por su hermanastra, Isabel, partidaria de continuar con la Reforma en Inglaterra. Isabel I de Inglaterra no es un personaje muy popular, que digamos, aquí en España. Tras rechazar al monarca católico español, Felipe II, como esposo, al contrario de lo que había hecho su sanguinaria hermanastra, inicialmente, tuvo que unir fuerzas con él ante la amenaza francesa. Sin embargo, después de la muerte del monarca galo Francisco II, la situación cambió: Isabel apoyó a los rebeldes protestantes holandeses, fustigó a la marina mercante española mediante su flota de corsarios, comandada por John Hawkins y Francis Drake, quien atacó Cádiz, en 1587, y La Coruña, en 1589, intervino en la guerra civil francesa a favor del también protestante Enrique IV de Francia, resistió, con la colaboración de los elementos, el embate de la Armada Invencible, volvió a saquear Cádiz con sus corsarios en 1597 e intentó, sin éxito, atacar las colonias españolas en América. Igualmente, fracasó en la organización de la conocida como “Invencible inglesa”, que tenía como objetivo saquear las costas españolas, provocar una rebelión en Portugal contra Felipe II y ocupar una de las islas Azores a fin de instalar allí una base permanente inglesa para los ataques a la flota mercante española (el destino que corrió esta armada, aún mayor en número de barcos que la precedente española, pese a ser menos legendaria, fue un desastre bastante similar).


Pero, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, durante su reinado, la Reforma se consolidó definitivamente en Inglaterra. Al inicio de su reinado, se encontró un país aún mayoritariamente católico, hasta tal punto que no halló ningún Obispo importante que oficiara su coronación y, teniendo que recurrir al obispo de Carlisle. En 1559 apoyó a John Knox, considerado fundador del presbiterianismo, frente a la dominación francesa en Escocia. Ese mismo año, como suprema gobernadora de la Iglesia de Inglaterra, proclamó el Acta de Uniformidad, que obligaba a usar una versión revisada del Devocionario protestante de Eduardo VI en los oficios y a ir a la iglesia todos los domingos, y el Acta de Supremacía, que forzaba a los empleados de la corona a reconocer mediante juramento la subordinación de la iglesia inglesa a la monarquía. La mayoría de los obispos católicos instaurados por María se negaron a aceptar estos cambios, y fueron depuestos y sustituidos por personas favorables a las tesis de la reina. Tras el establecimiento, en 1562, de los Treinta y nueve Artículos de la Religión Anglicana y la bula papal de excomunión de Isabel I, en 1570, quedaba instaurada una Iglesia de Inglaterra claramente protestante, pero que se consideraba así misma como “moderada”, en el sentido de que afirmaba mantener la herencia católica y apostólica.


Sin embargo, un sector importante dentro de la Iglesia de Inglaterra sentía que la ruptura definitiva con la Iglesia Católica Romana no se había terminado de producir, ya que buena parte de la liturgia seguía siendo muy similar, aparte de que el anglicanismo estaba demasiado próximo al poder real inglés, obediente a sus decisiones y, por tanto, arbitrario según las coyunturas del momento, en lugar de mantenerse inmutable en la verdad bíblica. Fue surgiendo así, ya durante el reinado de Isabel I, el conocido como puritanismo. Muy alejado del sentido peyorativo actual del término, su primera acepción fue “aquellos que luchan por lograr un culto purificado de toda contaminación de papismo”. Influenciados por las enseñanzas bíblicas de Juan Calvino creían en la soberanía absoluta de Dios sobre todas las cosas de este mundo, en la pecaminosidad de todo el género humano, que el individuo solo podía encontrar la salvación en la gracia de Dios, en que cada persona, a la que Dios hubiera mostrado misericordia y perdón a sus pecados, debía comprender su incapacidad para alcanzar la salvación por si misma y confiar en que el perdón que está en Cristo le había sido dado, por lo que, por gratitud, debía seguir una vida humilde y obediente. Ello junto a una defensa del libre examen individual de las Escrituras y un énfasis en la educación, la ilustración y la cultura para este sacerdocio universal de todos los creyentes cristianos.


Ese libre examen del texto bíblico había llevado al surgimiento de una fe racional, alejada de los dogmas impuestos más allá del contenido de la Palabra de Dios manifestado en la Biblia, y basada en el libre pensamiento. Superada la teología rígida imperante hasta entonces, al examinar cada hombre las Escrituras en busca de la verdad revelada, se abrieron numerosos campos de debate y razonamiento que se trasladaron a otros ámbitos distintos del religioso. El pensamiento se desligaba de la imposición de instancias humanas al afirmarse que, en la lectura de la Biblia, la única guía para el hombre sería el Espíritu Santo y que el hombre únicamente sería responsable ante Dios de la interpretación que realizara. La salvación dependía enteramente de Dios, puesto que el hombre está inhabilitado para obtenerla, pero ya no estaríamos hablando de “méritos ante otros hombres”, origen esta idea del principio de responsabilidad individual, puesto que se rechazaban los conceptos inmutables impuestos al ser humano por autoridades ajenas a su propia conciencia.


Aquellos hombres, que quizás pudiéramos llamarlos o considerarlos “proto-liberales”, sí tenían ya claro que creían en el gobierno limitado, los derechos individuales del hombre y la propiedad privada, en base a la defensa que se hace de los mismos en la Biblia, tenían una base moral para defenderlos. Creían que Dios, como Creador del hombre, tenía mejores ideas que los propios humanos sobre sus asuntos terrenales, entre ellos los relativos al gobierno civil. La Biblia nos enseña que, tras la la primera transgresión, el hombre se encuentra incurso en el pecado original, desde nuestros primeros padres nos ha sido transmitido. El ser humano, aunque pueda hacer buenos actos, tiene, a causa de esto, una natural inclinación al pecado. Siempre está expuesto a corromperse debido a que, en origen, es un ser pecaminoso. La naturaleza caída y pecaminosa del hombre aconsejaba un gobierno limitado y una separación de poderes, con una justicia independiente que garantizase el imperio de la ley, un parlamento elegido por el pueblo y un ejecutivo que pudiera ser controlado por los representantes populares.


Esto nos lleva directamente a la entrega anterior. Los puritanos ingleses que tomaron las armas, a mediados del siglo XVII, frente a Carlos I, comandados por Cromwell y el bando parlamentario, defendían tres derechos muy concretos: libertad de culto, libertad de expresión y propiedad privada. Entendían que un gobierno que no respetara estos derechos sería despótico y su victoria sobre el bando monárquico, junto con la posterior Revolución Gloriosa de 1688, fue clave para consolidar un sistema representativo en Inglaterra. Otros, anteriormente, emigraron a las Provincias Unidas (las actuales Holanda y Bélgica), donde los calvinistas establecieron un sistema de libertad económica y confesional, o al Nuevo Mundo, a las colonias de la costa este de América del Norte (los famosos peregrinos del “Mayflower”, entre ellos, quienes llegaron allí, al actual estado norteamericano de Massachussets, el 16 de septiembre de 1620, con la idea de crear una colonia bíblica que purificara a la religión anglicana de los males que la aquejaban), Nueva Inglaterra.


La muerte de Cromwell y el fin de la breve experiencia republicana inglesa trajo nuevos problemas relacionados con la tolerancia religiosa: ¿qué debía hacer el gobernante con quienes se negaban a atender los oficios religiosos de la Iglesia Anglicana?¿Podía juzgar sobre creencias privadas? Hasta 1688, este tema estuvo en el aire. Aunque Carlos II había prometido respetar la libertad de culto al ser restaurado en el trono en 1660, la presión de su entorno hizo que esa promesa se quebrantase al poco tiempo. A partir de 1662, manifestar públicamente rechazo a la religión anglicana podía suponer multas, confiscaciones de bienes e, incluso, la cárcel. En 1670, la Iglesia Anglicana lanzó una feroz represión contra los disidentes religiosos, desatando una verdadera caza de brujas que culminó con una quema y censura de libros, cientos de prisioneros y muchos rebeldes enjuiciados, torturados y asesinados. Al contrario del pensamiento de los puritanos, para la monarquía era intolerable pensar que los individuos pudieran ser vistos a los ojos de Dios como libres y responsables y, por lo tanto, que podían actuar según su libre albedrío. En esos años, John Locke, empezó a desarrollar su teoría de que los gobernantes no tienen potestad para interferir en las decisiones individuales de las personas a la hora de elegir sus caminos hacia la salvación eterna, algo solo concerniente a iglesias separadas del Estado, y que no vio la luz del sol hasta después del fin del absolutismo monárquico en Inglaterra, aunque eso lo veremos en la siguiente entrega.


En resumen, la Reforma en Inglaterra tuvo el efecto positivo, primero de la ruptura con Roma y, tras la muerte de Enrique VIII, de la llegada al pueblo inglés de la verdad bíblica. No tanto en el establecimiento de una verdadera libertad religiosa, al no ser tan distinta la reacción de la Iglesia de Inglaterra a la de Roma frente a las disidencias, la anglicana terminaba siendo tan mundana como la romana. Sin embargo, la lectura de la Biblia y la influencia del calvinismo inició una corriente de pensamiento, la de los puritanos, de una importancia fundamental en el alcance de las libertades que disfruta hoy día el mundo occidental y que se dan por hecho sin tomar ni la más mínima molestia en indagar sobre cuál es su base, cuál es su raíz.
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sábado, 15 de enero de 2011

La Revolución Inglesa del siglo XVII (II)

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Carlos II aceptó la potestad parlamentaria para la elaboración de leyes y la aprobación de impuestos. Los problemas comenzaron de nuevo con la subida al trono de Jacobo II, católico y con tendencias fuertemente absolutistas. Éste intentó reimplantar de nuevo la monarquía absoluta, disolviendo el Parlamento en 1687 y creando un ejército personal con numerosos católicos romanos en los mandos de mayor importancia, pero se encontró con la oposición frontal de los nobles, quienes no eran católicos. Se forjó un nuevo acuerdo entre nobleza y burguesía con el fin de destronar al rey. En realidad, no solo influyeron en esto las ideas absolutistas de Jacobo sino también su política religiosa y su intento de instaurar una dinastía católica en Inglaterra.

En 1688, ambos grupos ofrecieron la corona de Inglaterra al príncipe holandés Guillermo de Orange con dos condiciones: debía mantener el protestantismo y dejar gobernar al Parlamento. El 30 de junio de ese año, un grupo de nobles protestantes, conocido como los "Siete Inmortales", le solicitaron venir a Inglaterra con un ejército. Para septiembre estaba claro que Guillermo intentaría invadir el país y aun así, Jacobo cometió el error de rechazar la ayuda de Luis XIV, el rey de Francia y el monarca católico más poderoso de Europa, ante el temor de que los ingleses se opondrían a la intervención francesa. Cuando Guillermo de Orange llegó a Inglaterra el 5 de noviembre de 1688, todos los oficiales protestantes del rey desertaron. Jacobo, abandonado por todos los grupos sociales (incluida su propia hija, Ana), abdicó del trono.
La Gloriosa Revolución, que abolió definitivamente la monarquía absoluta e inició en Inglaterra la época de la monarquía parlamentaría, con la participación de los súbditos en el gobierno del Estado a través del Parlamento, había triunfado sin violencia y sin derramamiento de sangre, sin guillotinamientos a mansalva y sin genocidios de "enemigos del Estado", como el de La Vendée, a diferencia de la Revolución Francesa de 1789.

Guillermo y su esposa María fueron coronados juntos en la Abadía de Westminster el 11 de abril de 1689 por el obispo de Londres, Enrique Compton. Normalmente, las coronaciones de los monarcas ingleses eran realizadas por el arzobispo de Canterbury, pero el arzobispo de entonces, Guillermo Sancroft, se negó a reconocer la deposición de Jacobo II. En el día de la coronación, la convención de los Estados de Escocia declaró que Jacobo no era más el rey de Escocia. Ofrecieron a Guillermo y María la corona escocesa, quienes la aceptaron el 11 de mayo, convirtiéndose el primero en Guillermo II de Escocia.

En diciembre de ese año, uno de los documentos constitucionales más importantes de la historia inglesa, el Acta de Derechos ("Bill of Rights"), fue aprobada, estableciéndose una serie de obligaciones y deberes del Rey y el Parlamento: 1) El Rey no podría crear o eliminar leyes o impuestos sin la aprobación del Parlamento; 2) El Rey no podría cobrar dinero para su uso personal, sin la aprobación del Parlamento; 3) Sería ilegal reclutar y mantener un ejército en tiempos de paz, sin aprobación del Parlamento; 4) Las elecciones de los miembros del Parlamento deberían ser libres; 5) Las palabras del Parlamento no podrían obstaculizarse o negarse en ningún otro lugar; 6) El Parlamento debería obligatoriamente reunirse con frecuencia.


El depuesto Jacobo, por supuesto, como buen déspota, no estaba en absoluto conforme con haber perdido la corona, intentando, a través de sus partidarios en la católica Irlanda, recuperar el trono inglés, con la ayuda de Francia.

Un primer levantamiento en apoyo de Jacobo se produjo en 1689, dirigido por John Graham de Claverhouse, conocido como "Bonnie Dundee", quien levantó un ejército de clanes de las Highlands. En Irlanda, los católicos locales dirigidos por Richard Talbot I, conde de Tyrconnel, tomó todos los lugares fortificados de la isla excepto Derry, en un intento de conservar el reino para Jacobo. Éste mismo desembarcó en Irlanda con 6.000 soldados franceses para tratar de recuperar el trono, en la que fue llamada en la Guerra Guillermita de Irlanda, y que duró desde 1689 hasta 1691. En solo un año, la Revolución Gloriosa se estaba viendo amenazada.

La derrota decisiva de los jacobitas tuvo lugar el 1 de julio de 1690, cerca de Drogheda, en la costa este de Irlanda, la que fue llamada Batalla del Boyne. En ella, los guillermitas derrotaron fácilmente a las tropas jacobitas, formadas principalmente por soldados recién reclutados y poco preparados.



Los jacobitas fueron desmoralizados por su derrota, por lo que muchos infantes irlandeses desertaron. Los guillermistas marcharon triunfalmente sobre Dublín dos días después de la batalla. El ejército jacobita abandonó la ciudad y se retiró a Limerick, donde fueron sitiados. Después de su derrota, Jacobo no se quedó en Dublín, sino que cabalgó con una pequeña escolta a Duncannon y regresó al exilio en Francia. Su apresurada huida enojó a sus partidarios irlandeses, que, no obstante, siguieron luchando hasta la firma del Tratado de Limerick, en 1691.

Para Jacobo fue el final de la esperanza de recuperar su trono, asegurándose el triunfo de la Revolución Gloriosa. En Escocia, los Highlanders abandonaron la Rebelión Jacobita, ante las noticias de la batalla.

Los logros de la Revolución Gloriosa se habían salvado.

Por esta razón, por la importancia simbólica de esta batalla, la Orden de Orange ("Orange Order"), organización de fraternidad protestante fundada en 1785, el 12 de julio de cada año, celebra el Día de la marcha de los Orangistas, como consecuencia de haberse ajustado al Calendario Gregoriano:






La Orden de Orange es la organización protestante más comprometida con la unión del territorio norirlandés a la corona británica y a la lealtad a ésta, siempre que defienda el protestantismo. Cada 12 de julio, los hermanos en la fe que la componen, en Irlanda del Norte y también en el resto del Reino Unido, convocan desfiles en conmemoración de la batalla del Boyne.
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viernes, 14 de enero de 2011

La Revolución Inglesa del siglo XVII (1ª parte)

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Esta historia comienza en la Inglaterra de principios del siglo XVII.

Allí, en aquella época, nos encontramos con una situación en la que los burgueses, dedicados al comercio y a la producción de mercaderías, y la "gentry", nobles dedicados al comercio, cada vez prosperaban más rápidamente, mientras la nobleza más tradicional veía menguar su posición frente a estos debido a que su única fuente de riqueza la propiedad de tierras. La monarquía intentó revertir esta situación poniendo límites al desarrollo de las actividades económicas de los burgueses, creando nuevos impuestos y aumentando los ya existentes, así como desplegando un agresivo intervencionismo económico, participando directamente en algunas de las actividades industriales y comerciales, con el resultado que, no podía ser de otra forma, tenía que producirse: aumento de precios, desocupación y descontento general. El Parlamento inglés estaba en contra de las medidas fiscales impuestas por el monarca, al ser imposible controlar el destino del dinero recaudado, más aún, desde que la corona comenzó a exigirlos aunque no tuvieran la aprobación del Parlamento.

A partir de 1639, los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Los burgueses se negaron a pagar impuestos y la Cámara de los Comunes se opuso a destinar fondos a un ejército personal del rey Carlos I destinado a sofocar la rebelión independentista de los escoceses, en 1640. Gran parte de la burguesía apoyó a la Cámara y en 1642 estalló la guerra civil. Los parlamentarios, dirigidos por Oliver Cromwell, quien organizó rápidamente un ejército revolucionario, el "New Model Army", recibieron fundamentalmente apoyo de las regiones industriales y comerciantes del sur y el este del país y de los puritanos mientras que los realistas recibieron el de las agrícolas del norte y el oeste y el de la Iglesia Anglicana.

Cromwell, conocido como el “Lord Protector”, iba a ser la figura clave en el devenir de Inglaterra en los años siguientes. "Confiad en Dios, muchachos, y mantened la pólvora seca" y "Por la libertad del Evangelio y por la ley de la tierra" son dos de sus citas más conocidas. Educado en un hogar protestante, puritano y hondamente anticatólico, estaba convencido, cómo no, de que la salvación eterna era para todos los que se conformaban con las enseñanzas de la Biblia y de actuar por voluntad divina. Durante toda su vida se enfrentó tenazmente a la Iglesia Católica y a las reformas del rey inglés Carlos I en la Iglesia de Inglaterra, quien intentaba asimilarla en lo estructural y lo ceremonial a la católica.


Su revolución no buscaba implantar una utopía en la tierra ni hacer tabla rasa con todo y empezar a construir otra cosa, sino defender libertades preexistentes, que entendía de origen divino. Curiosamente, no era un democratista pero sí un partidario de la tolerancia religiosa, del parlamentarismo y de la propiedad privada, así como de la idea de la meritocracia, basada en la igualdad ante la ley, y de que, con talento, cualquiera, con independencia de su origen, podía llegar a lo más alto. Él mismo, en solo ocho años, pasó de no tener experiencia militar alguna a estar al mando del ejército del Parlamento, demostrando un gran genio como estratega durante la guerra civil. En el ejército parlamentario se hizo famoso por elegir a sus oficiales por el mérito y no por su origen nobiliario.

No hay duda alguna, en definitiva, de que el legado de Cromwell tiene muchas más luces que sombras, como el de los puritanos, en la defensa de la libertad. Como antes he comentado en alguna ocasión, inspirados en la idea teológica calvinista de que el ser humano tiende al mal, al estar inclinado por naturaleza al pecado, insistieron en la división de poderes para que unos pudieran controlar a otros y la acumulación no llevara a la tiranía. Juan Calvino había escrito en "Institución de la Religión Cristiana", obra clave para entender el pensamiento reformado, que "Porque las Escrituras nos enseñan que una república bien constituida es un singular beneficio de Dios, mientras que por otros lado, un Estado desordenado con gobernantes impíos y pervertidores de la ley es un signo de la ira de Dios en contra nuestra… Por lo tanto, aun cuando el mundo está inundado con un diluvio de impiedad e iniquidad, no nos maravillemos si vemos tanto pillaje y robos por parte de la gente en todas partes, y reyes y príncipes que piensan que ellos merecen todo lo que ellos desean, simplemente porque nadie se les opone" y que "Y por eso, el vicio y los defectos de los hombres son la razón de que la forma de gobierno más pasable y segura sea aquella en que gobiernan muchos, ayudándose los unos a los otros y avisándose de su deber; y si alguno se levanta más de lo conveniente, que los otros le sirvan de censores y amos". Bebiendo de esta idea, los puritanos apostaron por garantizar derechos no utópicos, sino realistas a favor de la libertad individual, como el de propiedad privada, el de controlar las subidas de impuestos o el de libertad de conciencia. Su herencia quedaría cristalizada más tarde en la constitución norteamericana y en su sistema de "frenos y contrapesos". Pero de esto habrá tiempo de hablar más adelante.

Los parlamentarios resultaron vencedores, tras la derrota de las tropas realistas en Marston Moore (1644) y Naseby (1645), expulsando a la nobleza del Parlamento y proclamando la república en 1649, tras la decapitación de Carlos I. El poder absoluto de la monarquía había desaparecido. Es de reseñar, no obstante, que, al principio de la guerra civil, Cromwell quería solamente que Carlos I aceptara reinar junto con el parlamento, pese a que fue, finalmente, el principal artífice de su ejecución.

Sus campañas militares en los años siguientes dieron a Inglaterra el control de Escocia e Irlanda. Allí Cromwell no es recordado, precisamente, con demasiada simpatía. No obstante, como con cualquier hecho histórico hay que ver los hechos en su contexto y no desde un único prisma.

Con respecto a Escocia, Cromwell estuvo dispuesto a admitir su independencia hasta que, en 1650, se produjo un intento por parte de los escoceses de restauración monárquica en Inglaterra, coronando a Carlos II, hijo de Carlos I, e invadiendo las tierras inglesas. Ahí Cromwell se vio obligado a reaccionar, derrotando a los escoceses en las batallas de Dunbar y Worcester, conquistando Escocia.

En Irlanda, es cierto que hubo hechos injustificables, aunque la propaganda de los partidarios de la monarquía se encargó de inflar enormemente los mismos, pintando a Cromwell como un monstruo sanguinario, responsable de múltiples asesinatos de inocentes, aparte de que la intervención de sus tropas se produjo después del ataque por parte de los católicos a los protestantes irlandeses.

Como Lord Protector, hasta su muerte en 1658, llevó una política tolerante en lo religioso, a excepción de para los católicos, aunque, también es cierto, no comparable a la persecución a los protestantes que existía en la Europa católica. Permitió el regreso a Inglaterra de los judíos, 350 años después. Reorganizó la hacienda pública y fomentó la liberalización del comercio, a fin de asegurar la prosperidad de la burguesía mercantil. Su legado dejó una gran impronta en la Revolución Gloriosa de 1688, tras la cual, se eliminaron los privilegios reales, aristocráticos y de las corporaciones, los monopolios, las prohibiciones, los peajes y los controles de precios, que obstaculizaban la libertad de comercio y de industria, se crearon y fortalecieron instrumentos que servían para el desarrollo de las nuevas actividades económicas, se creó el Banco de Inglaterra y se generalizaron las sociedades anónimas, se difundió la tolerancia religiosa y se protegió el progreso de la ciencia.

Sin embargo, tras su muerte, la única experiencia republicana en la historia de Inglaterra, acabó con la restauración de la monarquía con la coronación de Carlos II, en 1660, por el Parlamento. El rey, como una de sus primeras medidas, ordenó la exhumación del cadáver de Cromwell para cortarle la cabeza y exponerla encima de un palo delante de la Abadía de Westminster. Hoy día, de hecho, se desconoce el lugar exacto en donde se encuentran los restos de Cromwell. Su estatua sobresale delante del Palacio de Westminster y, actualmente, figura como el décimo inglés más popular de todos los tiempos.

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