lunes, 25 de octubre de 2010

Idolatría (III)

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Tras hablar en las dos entradas anteriores de la idolatría a las imágenes y a la pseudo-ciencia, toca hablar para finalizar de la más extendida: la idolatría al Estado, el dios Estado como sustituto del Dios de la Biblia.

Cierto es que estoy de acuerdo en que nos queda Estado grande para rato. Y educación pública, sanidad pública, beneficencia pública,… El Estado tiene su sitio y sus funciones, no olvidemos Romanos 13 ni Jueces 25:21, y, en efecto, es poco realista pensar que, de la noche a la mañana, vamos a reducirlo. No se trata de desmantelar de golpe el Estado del Bienestar, pensar eso es una extravagancia, en todo caso, ir dando pasos para hacerlo más racional, como, no hay que olvidar, hizo Margaret Thatcher en su primera legislatura como Primera Ministra del Reino Unido, con algunas medidas como los cheques para parados, sin que nadie, que esté mínimamente cuerdo, la tache de “socialista” por ello. Si se suprimiera de golpe, sería una catástrofe, precisamente por el descomunal tamaño que ha adquirido el Estado-niñera y el empobrecimiento y gente dependiente de él que ha creado. Como dije, al iniciar la web, el objetivo es la reforma del mal llamado Estado del Bienestar y acabar con la cultura del subsidio y la dependencia, intentar tender a que lo único imprescindible fueran prestaciones mínimas (sanitarias, educativas, etc.) para las clases socialmente excluidas. Entretanto, mientras no se llegue a este fin, los servicios básicos deben estar garantizados pero de la manera más eficiente posible, para evitar el parasitismo y la gorronería, dando prioridad a los sistemas de gestión privados en aquellos ámbitos que funcionen mejor e incentivando la iniciativa privada de acuerdo a unos parámetros de calidad.

Esta entrada, simplemente, pretende ilustrar sobre cómo la ausencia de responsabilidades mata la virtud en una sociedad.

The Economist publicó, a principios de año, un informe, según el cual, hemos sido testigos de un amplio crecimiento del tamaño del Estado desde bastantes años antes de la crisis económica. Cierto que el semanario británico está más bien escorado al libertarianismo, pero, aún así, dio una serie de datos interesantes como que, en el Reino Unido, los laboristas habían aumentado el gasto público en el National Health Service (sistema público de salud) en un 6% anual, así como el gasto en educación, con el beneplácito de los conservadores, durante sus 13 años de gobierno, hasta el punto de que, en ese período, dos tercios de los nuevos trabajos habían sido creados por el sector público, donde los salarios también crecieron más que en el privado, más burocracia y más gente dependiente del Estado y en mayor medida. En Estados Unidos, durante la presidencia de George W. Bush, había aumentado el gasto en Medicare, el programa público de salud, se había extendido el control del Estado sobre la educación, se creó el mayor organismo burocrático desde la II Guerra Mundial, el Departamento de Seguridad Nacional, si bien es cierto que no debemos olvidar y puntualizar, en relación a esto último, que, desde el 11-S, se ha producido una situación totalmente anómala hasta entonces como ha sido la constante alerta ante posibles nuevos macroatentados terroristas (Ronald Reagan también hubo de dedicar un buen trozo del PIB a las investigaciones destinadas a la Iniciativa de Defensa Estratégica, el programa para detección e interceptación de posibles ataques soviéticos con misiles intercontinentales, la conocida también como Guerra de las Galaxias, y al sprint final de la Guerra Fría) y el número de páginas de las regulaciones federales aumentó en más de 7.000.

La realidad es que, por ejemplo, pese a la cantidad de leyendas urbanas que circulan, en cuanto a sanidad pública, hasta el plan de Obama, Estados Unidos dedicaba a la misma aproximadamente el 16% del PIB, más que cualquier otro entre los países desarrollados. Los ciudadanos sin seguro representan apenas el 15,6% de una población de más 300 millones de habitantes. No tener seguro médico es muy distinto a no recibir asistencia sanitaria. ¿Acaso alguien piensa que la gente sin seguro no recibe atención médica y se la deja morir en plena calle? La realidad de las cifras indica que, mientras que el intervencionismo extremo no lo estropee convirtiéndolo en una Europa “socialdemocratizada” al otro lado del Atlántico, Estados Unidos cuenta con la mejor infraestructura hospitalaria del mundo, los últimos adelantos terapéuticos y los más eficientes equipos de tecnología médica e innovación investigadora. Y todo ello, además, en manos de los mejores profesionales de la medicina y de investigadores reconocidos y premiados por su labor en las más altas esferas de la investigación médica. Lo que siempre se omite al hablar del 15,6% de norteamericanos no cubiertos por un seguro médico es que no todos están en una situación en la cual no pueden permitírselo económicamente, sino que, la inmensa mayoría, por su juventud o por deseo expreso, no quieren pagar a una aseguradora, ni tampoco esperan que el Estado les pague el seguro.

El gasto público en Estados Unidos, a mediados de 2008, equivalía a más del 40% del ingreso nacional, sin contar gastos por fuera del presupuesto, como aquellos por cuenta de las empresas del Gobierno Fannie Mae y Freddie Mac, ni los empleados en los rescates financieros. Más de cuarenta de cada cien dólares generados por la economía, son retenidos por el Gobierno en contra de la voluntad de los ciudadanos individuales que han logrado tal ingreso.

La crisis financiera, que empezó a asomar las orejas, con sus síntomas, a finales de 2007 y a mostrar su cara a mediados de 2008, provocó un desplome de los mercados, los Estados intervinieron a una escala sin precedentes en décadas, para inyectar liquidez, nacionalizar o rescatar bancos y compañías que eran consideradas como demasiado importantes para las economías nacionales como para dejarlas quebrar así como así. El plan de rescate financiero firmado por Bush, en octubre de 2008, libró a muchos de responsabilizarse de sus errores, cometidos al poner el crédito en manos de quienes no podían devolverlo, al preverse en el mismo una compra por casi 700.000 millones de dólares de activos dudosos vinculados al crédito hipotecario. Ya en 2009, el Gobierno norteamericano se hizo cargo de General Motors, siendo adquiridas el 60% de sus acciones por el Tesoro de los Estados Unidos (aparte, un 11% pertenece al Gobierno canadiense y otro 10% al sindicato mayoritario en la empresa), comenzaba a gestionar empresas hasta entonces privadas y no solo al otro lado del Atlántico. En el Reino Unido, el Gobierno comenzaba también a gestionar bancos mientras otros países comprometían hasta el 2,5% del PIB en estímulos a la economía.


Es indudable que estamos en una época de profunda desconfianza hacia lo individual y en la que el impulso es recostarse en el regazo del Estado, de lo colectivo.

De la mayor o menor eficacia de la intervención estatal frente a lo privado, no hablaré aquí (porqué en los Estados Unidos la esperanza de vida son 78 años y en la socializada Europa son 79, la sanidad pública nos “proporciona” una año más de vida), quizás más adelante. A lo principal que quiero llegar es a algo que señaló genialmente
William Whitelaw, quien ocupó el puesto de representante en funciones de Margaret Thatcher durante muchos años: el Partido Laborista se dedicaba a ir por todo el Reino Unido fomentando la apatía. Los gobiernos grandes tienen como una de sus armas, precisamente esa, crear la sensación de que los problemas son tan abrumadores, tan complejos, tan inabordables que tan solo intentar ponerse a buscarles salida supone un quebradero de cabeza terrible y que lo cómodo es mostrarse indiferente y aceptar que sólo el gobierno puede abordarlos. Gubernamentalizar, asumir por parte del Estado las responsabilidades individuales, es algo que cuesta un dinero y, tras los trece años de laborismo, casi tres cuartas partes de la economía en tierras británicas dependían del gasto público.

Pero esto no siempre fue así en el mundo angloparlante, erase una vez liberal. La responsabilidad individual es uno de los pilares fundamentales sobre los cuales cimenta el liberalismo clásico su defensa de la libertad. Pese a Obama, Estados Unidos aún es y será la líder dentro del mundo democrático y libre. Este principio entronca directamente con la tradición cristiana de los puritanos ingleses que arribaron al Nuevo Mundo allá por el siglo XVII: al igual que la salvación eterna era una responsabilidad individual de cada hombre con Dios, en la sociedad humana cada persona sería responsable de sus actos, de sus aciertos y de sus fracasos. Y así lo plasmó la joven nación americana en los valores que forjaron su Constitución, a fines del XVIII.

El socialismo combate vehementemente este principio a base de leyes a través de las cuales nos promete una vida fácil y placentera sin tener que realizar esfuerzo alguno, sin arriesgarnos en nuestras decisiones y sin que tengamos que asumir las consecuencias de nuestros errores, porque sabe perfectamente que esto es algo muy atractivo, sobre todo para los más jóvenes. Es una salida y una huida hacia adelante muy fácil pensar que, por el hecho de haber nacido, tenemos el derecho a que otros vengan a tapar el resultado de las elecciones que realicemos, por muy idiotas que estas sean. Y porque sabe perfectamente que ésta es la mejor forma de poner los cimientos para construir enormes gobiernos que controlen cuantos más aspectos de la vida de los individuos, mejor.

Pero los individuos tenemos derechos activos, no pasivos. En nuestro país, la Constitución reconoce un amplio catálogo de los primeros y de los segundos, aunque algunos sean principios de actuación de los poderes públicos, más que derechos propiamente dichos, y conste que hay que decir que, pese a estas deficiencias, ha sido un instrumento que, al menos, ha proporcionado a España tres décadas mínimamente estables, como no habíamos tenido en nuestro país en siglos. Tenemos derecho a trabajar, pero no a que nos den un empleo. Tenemos derecho a usar el dinero que obtengamos por ese trabajo en cubrir las necesidades que entendamos más urgentes. No tenemos derecho a que nos den algo porque digamos “yo no tengo dinero para pagarlo”. Un médico sí tiene derecho a que le paguemos por su trabajo, un abogado tiene derecho a que le abonemos sus servicios profesionales, igual que el dueño de la tienda de alimentación a que le paguemos por la comida que le compremos. Los derechos son derechos a hacer, no a recibir pasivamente cosas de otros. Ni a coaccionar a esos otros para que nos las den porque “yo no tengo dinero para pagarlo”. Si otros me lo dan cuando yo esté en situación de necesidad será encomiable por su parte, pero voluntario. Los liberales no estamos en contra de la solidaridad con los demás. Incluso un libertariano como Robert Nozick consideraba encomiable la caridad y la solidaridad con los menesterosos, precisamente por ser voluntaria. Con mayor razón aún los liberales. No hablamos, en estos casos, de derechos, sino de necesidades. La comida y el agua son necesidades diarias, muchísimo más urgentes y perentorias que la sanidad, que es más costosa pero más eventual en la vida de una persona. Y nadie en su sano juicio habla de universalizar el suministro de agua y alimentos.

Las políticas de destrozo de la idea de familia van en la misma dirección. La familia es la red en la cual el individuo puede apoyarse en situaciones de necesidad, lejos de la ayuda que el Estado le ofrezca a cambio de aceptar sus imposiciones. Ojo, que un servidor, a sus poco más de 30 años, por voluntad de Dios, por supuesto, aún no está casado, pero la verdad es así. Situación, la personal mía, que, por supuesto, resolverá Dios cuando crea oportuno.

Las sociedades sin responsabilidad individual y con gobiernos grandes e intrusivos se caracterizan por su empobrecimiento. La suma de individuos empobrecidos no sólo materialmente sino, también, moral e intelectualmente genera una sociedad empobrecida en lo material, lo moral y lo intelectual. Estos individuos no tendrán inconveniente en poner a disposición del Estado, si es necesario, hasta el 50% de su patrimonio, a través de una expoliatoria política fiscal, trabajando hasta el verano sólo para pagarle a este Leviatán, con tal de que le garanticen salir del trabajo el viernes al mediodía y sentarse ante el televisor hasta el domingo por la noche sin preocupación alguna. Las personas que tienen miedo de las responsabilidades tienen miedo de la libertad misma.

Como he dicho al principio, la realidad es que es propio de una utopía pensar que a esto le va a quedar poco, pero las dos manifestaciones más preeminentes de este descargo sobre el Estado de la responsabilidad individual propia y de la creciente dependencia hacia él son el sistema educativo y la sanidad pública.

Moralmente, al restringir amplias parcelas de la libertad de la gente y eximirles de responsabilidades individuales, familiares y sociales, el Estado también hace innecesaria la virtud. Hay pocos espacios de la vida diaria donde el Estado no tenga, como mínimo, alguna influencia en la manera en cómo vivimos. Pero al librarnos de nuestra libertad y de la posibilidad de errar en nuestras decisiones, a la vez, nos libera también de nuestra obligación, y esto nos deja con una ética social que carece de cualquier virtud real. Evidentemente, no es lo mismo atender a las necesidades ajenas de forma voluntaria que de forma coactiva.

¿Tiene esto alguna incidencia en la vida en la fe cristiana? Indudablemente. Recordemos Santiago 2:14-17: “Hermanos míos, ¿qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene las obras? ¿Por ventura esta tal fe le podrá salvar? Y si el hermano o la hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les diereis las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿qué les aprovechará? Así también la fe, si no tuviere las obras, es muerta en sí misma”, y Efesios 2:8-10: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. No somos justificados por nuestras buenas obras sino por la gracia de Dios, como dijo Calvino, lo cierto es que somos justificados no sin obras pero no por obras, ya que en nuestra comunión en Cristo, que nos justifica, la santificación está tan incluida como la justicia. En resumidas cuentas, las obras no es lo que nos salva, para que no quitemos nada de esa gloria a Dios, sino que son el testimonio de esa salvación. Jesucristo dijo que “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”, lo que significa que si quienes dicen ser cristianos, quienes profesan haber sido justificados sólo por la fe y por lo tanto confiesan que no tienen nada que contribuir a su justificación, si no se comportan, sin embargo, de una manera superior al comportamiento del resto de personas, las que esperan salvarse por sus obras, y las que, directamente, son incrédulas, no entrarán en el reino de Dios, puesto que no será cierto que su justificación se haya producido, sus obras no habrán dado testimonio de esa salvación.

Es evidente que el Estado no me va a hacer que “me condene”. El Estado es casi omnipresente en nuestros días pero nada puede hacer ante la omnipotencia del eterno decreto del Creador. Nadie que sea salvo perderá su salvación. Sin embargo, si ya no soy responsable por ayudar a mi vecino porque el Estado lo hace por mí ya no tengo la oportunidad de practicar las virtudes cristianas, el Estado me está privando de la oportunidad de practicar plenamente la fe cristiana. Igualmente, si me sobrecarga de impuestos y me dificulta poder emplear parte de mis ingresos en atender las necesidades de otros puesto que la cantidad que me queda es la justa para mantener a mi familia, hasta tal punto que, si me privara de algo de ese dinero, tendría que acudir a los programas de beneficencia pública y secular, el Leviatán estatal también me está obstaculizando en la práctica y el cultivo de la virtud cristiana, de esas buenas obras.

Esto genera un tipo de sociedad basada en una ética socialista de la beneficencia estatal, en lugar de una que sea fruto de una ética de libertad individual vinculada a un fuerte sentido de familia y responsabilidad individual. El Estado adopta un papel que en ningún momento le da la Biblia y para ello nos exige una cantidad de nuestros ingresos muy superior a la del diezmo bíblico (el 10%). Incluso las iglesias se colocan en un rol muy distinto al que les corresponde. Aunque estemos hablando de una institución mundana, como la Iglesia Católica Romana, en España, en virtud de varios Acuerdos firmados entre el Estado español y la Santa Sede, el 3 de enero de 1979, disfruta de un régimen privilegiado frente a otras confesiones, mediante el cual se mezcla con el Estado, como en los tiempos del Imperio Romano. El modelo de financiación supone, de facto, que todos los españoles están obligados a la financiación de la Iglesia Católica Romana, y por otra parte, se perturba el derecho a no ser obligado a declarar sobre las creencias religiosas. La Iglesia presume de sus obras de caridad financiadas, sin embargo, en gran parte, con cargo a fondos públicos, es parte de la beneficencia socializadora estatal. Incluso ha incorporado a su doctrina la retórica redistributiva estatalista, en la práctica, desarrolla un socialismo con agua bendita. No debiera importarme demasiado, en principio, puesto que es una iglesia que es bien sabido que está comprometida en íntimo sincretismo con la religión que prevalece actualmente, la del humanismo secular, y que venera a su principal ídolo, el Estado, el problema es tener que contribuir a esto con nuestros impuestos. La propia idolatría católica se expande a través de los canales que le proporciona el Estado mediante la presencia de crucifijos y otros símbolos papistas en edificios públicos y en las tomas de posesión de altos cargos, o el paseo de imágenes e ídolos por miembros de las fuerzas de seguridad o del ejército, sin que gobiernos como el actual del PSOE (tan comprometidos, en teoría, con la libertad religiosa y la separación Iglesia-Estado) muevan ni un dedo (mucho menos esperemos que lo haga uno del PP). Pero no solo esto, en otros países, incluso ministerios de algunas iglesias cristianas son financiados por programas del Estado, el cual, como es lógico, exige fidelidad a su nueva religión humanista, obligando a las iglesias a que diluyan su carácter cristiano. Muchos cristianos tienen puesta toda su confianza en el Estado, en lugar de en la forma bíblica de cubrir las necesidades.

La Biblia es uno de los libros que señala más claramente los límites de un gobierno legítimo, con reglas muy claras para lograr la prosperidad personal y nacional, precisamente a través de los principios que más han expandido la prosperidad y el bienestar por todo el mundo: jueces independientes, impuestos bajos, educación en valores, esfuerzo personal, responsabilidad individual, respeto a la propiedad privada y trabajo bien hecho. En Samuel I, 2:30, se nos dice que “Yo honraré a los que me honran y los que me desprecian serán tenidos en poco”. Dios bendice a quienes obedecen sus enseñanzas y deja a su destino a los que deciden volverles la espalda. No hay más que ver el destino de las naciones que caen en el relativismo y el anticristianismo, la degradación material y moral. No sólo moral, porque muchos dirán que la moral es algo relativo, sino también material. Puesto que el caso es que, hoy en día, estas bendiciones a las naciones se buscan a través del nuevo dios, el Estado, no a través del Dios bíblico, nosotros mismos convertimos al Estado en una religión, en un ídolo. Dejamos que sobrepase sus funciones legítimas y que éstas las cumpla muy deficientemente o ni siquiera las cumpla. Se piensa que seguridad y defensa son cuestiones menores. La justicia, hasta que no nos toca sufrirla, otro tanto de lo mismo. OJO: DEBEMOS CUMPLIR LAS LEYES. Los ancapistas locos no tienen sitio ni en el Cuerpo de Cristo ni entre los liberales clásicos. Los gobiernos son instituidos por Dios para bien o para mal, Romanos 13:1-2 no hace excepciones: “Toda alma se someta á las potestades superiores; porque no hay potestad sino de Dios; y las que son, de Dios son ordenadas. Así que, el que se opone a la potestad, a la ordenación de Dios resiste: y los que resisten, ellos mismos ganan condenación para sí”. El Estado ha sido ordenado por Dios, rechazando toda forma de anarquía, fundamentalmente para preservar nuestra libertad y propiedad y establecer unas normas de orden público de obligado cumplimiento para todos, pero no para usurpar las funciones que corresponden a los individuos, las familias y las iglesias ni arrebatarnos la libertad. Ahí es donde comienza a convertirse en un ídolo.

El problema, además, es cuando incumple las funciones que le señalan los dos siguientes versículos: “Porque los magistrados no son para temor al que bien hace, sino al malo. ¿Quieres pues no temer la potestad? haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; Porque es ministro de Dios para tu bien. Mas si hicieres lo malo, teme: porque no en vano lleva la espada; porque es ministro de Dios, vengador para castigo al que hace lo malo”. El socialismo, precisamente, tiende a menospreciar estas funciones legítimas del Estado, la defensa de los inocentes y el castigo de quien hace el mal a otros. Desarrolla teorías criminológicas, según las cuales, el delito siempre se cometería por alguna razón especial que no forma parte per se de la naturaleza del individuo: pobreza, desempleo, discriminación, enfermedades mentales; es decir causas ajenas a él que enajenan su voluntad. El criminal terminaría convirtiéndose en una víctima. Para evitar esto, insiste en que el Estado debe copar todo lo que es función de la sociedad, arrogarse la justificación del malvado, lo cual corresponde solo a Dios y, en cambio, se evade de una de sus funciones terrenales, cual es el castigo del crimen. El Estado ya no pronuncia justicia, ya no ejecuta castigo contra el malvado.

Mientras, se muestra hiperactivo y con un músculo muy fuerte a la hora de hacer lo que no debe: limitar nuestra libertad y difuminar la responsabilidad y la virtud. Sobre esto último, el Estado no es que deba, es que ni siquiera puede hacernos más virtuosos. Ahora bien, sí que puede hundirnos en la falta de virtud. Tampoco nos puede hacer más libres pero sí puede actuar como un tirano.

Si negamos la potestad de Dios para predestinarnos es que la predestinación que reconocemos es la de otros dioses. Hoy día, para la mayoría, el Estado es ese dios predestinante, desde la cuna a la tumba. Siempre adoraremos, el hombre es un ser adorador y un idólatra en potencia. Será al Dios de la Biblia o a otros dioses. El agnosticismo y el ateísmo, contrariamente a lo que se piensa, no son ausencia de dios. La palabra “ateo” ni siquiera parece en la Biblia, cuando se habla en la Escritura de seguir a otros dioses y abandonar a Dios, debemos interpretarlo en su contexto pues igual que los israelitas mezclaban el culto a Dios con el culto a Baal y Moloc, hoy día mezclamos el cristianismo con el humanismo secular. Si no seguimos al Dios de la escritura, siempre habrá otro dios al que seguiremos. Y, hoy día, el Estado es el dios que predomina.

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